Ab origine
La naturaleza hospitalaria de las sociedades mexicanas, sobre cuando nos referimos a sociedades rurales, indígenas o campesinas, es innegable. Esta tendencia a ser amables, desprendidos y generosos con los visitantes es atribuible a lo humano en primer lugar, pero sin disociarla de procesos civilizatorios que impulsan la cultura y el desarrollo. En este resultado se adivinan vínculos comunitarios, una condición de vecindad que va más allá de la proximidad de sus viviendas.
No ocurre así en las grandes urbes, por más que quisieran, a menos que se trate de familias de rancia estirpe que viven desde centurias en torno al zócalo, al “primer cuadro” de la ciudad o “el centro histórico” de la ciudad (como si los procesos de población y asentamientos humanos no formaran parte de la historia de las ciudades capitales). En la gran ciudad, una familia tiene vecinos enfrente, a la izquierda, a la derecha, arriba y abajo, pero no los conoce. Puede identificar sus nombres, pero no los conoce. Si sabe donde estudian los hijos del vecino es porque su escuela es la de los suyos, pero muy seguido los vecinos se conozcan el día que deviene una controversia por el estacionamiento, por las bolsas de basura o por una eventual invasión de banqueta, espacio que en la ciudad puede ganar categoría de propiedad privada con solo instalar un negocio, por ejemplo.
En la comunidad la convivencia entre vecinos abarca los espacios de la siembra, la vivienda, el arroyo y la montaña, la impartición de justicia y la autorregulación en el aprovechamiento de recursos de propiedad común, el gozo y la desgracia y la rotación en las funciones de autoridad. Cada vez que un miembro del pueblo tiene algo que celebrar, los demás tienen algo que celebrar con él; el anonimato es prácticamente nula, pues las personalidades y los rostros, así como las relaciones de parentesco comienzan con el nacimiento y, por generaciones, se han mantenido toda la vida.
En las grandes urbes los círculos de convivencia se construyen en espacios eventuales que se mueven de acuerdo con dinámicas cuyo gobierno, modificación y finitud, es algo que escapa al control de las personas: la escuela, la colonia, el empleo, el edificio de departamentos, el condominio o la zona habitacional, poblada por derechohabientes de muy diversos orígenes y culturas. Colonias donde no hay ancianos y es muy difícil que sobrevivan la tradición oral o la memoria histórica. La tradición tiene tantos rostros como culturas, lo que hace muy difícil el desarrollo de identidades tan diversas. Se promueve un “orgullo” por una tradición que las personas abandonaron en sus lugares de origen y los remite al recuerdo de sus abuelos; buscan sus propias catarsis representándose en danzas folclóricas y fingen respeto por su origen rural, pero lo botan en cuanto la representación termina.
En el pueblo la gente no se enorgullece de la tradición pues vive con ella y la fortalece día a día; los funerales los celebran en la casa con el pueblo, pero no en la agencia funeraria.
Así, si usted no tiene sepultados a sus familiares en Janitzio, Tzintzuntzan o Pátzcuaro, ¿qué le hace creer que a los lugareños les interesa su presencia en algo tan íntimo como rezar por el alma de sus difuntos?, ¿no parece un manoseo abusivo a su natural sentido de la hospitalidad? Si nadie lo ha hecho visible, lo más seguro es que las cadenas de hoteleros han estado vendiendo una tomadura de pelo a los turistas, que abandonan sus muertos para ir a ver los de otros.