I
Centro preciso por fin desde la banda, impecable remate por fin en el corazón del área.
Argentina a los octavos de final gracias a un agónico gol en el minuto 87, ya con los circuitos emotivos saturados por completo, las ideas confusas y revueltas, el hilo de que pende el alma prácticamente roto.
La jugada descrita no se cumplimentó desde ninguno de los nombres que uno anticiparía para realizarla en esta selección. No se trató de Messi e Higuaín, ni de Banega y Agüero, ni de Di María y Pavón. El tanto que consiguió liberar en definitiva la enorme presión acumulada por la albiceleste y por decenas de millones de aficionados argentinos de todas las edades durante los últimos días, ha sido obra de sus dos picapedreros acaso más rústicos, más rudimentarios, más antiestéticos. Y eso a partir de hoy puede obrar menos como una penosa limitante que como una amedrentadora virtud. La imagen de Messi subido a las espaldas del anotador durante el festejo, resulta por completo ilustrativa. Hoy Argentina recuperó primero a su semidivino diez (aunque luego las circunstancias llevaran a sentir que lo extraviaba de nueva cuenta), y luego, a golpe de víscera, de entraña, de pendenciero y lacrimógeno tango, recuperó su sitio en el mundial; un sitio que, tratándose de la camiseta de la cual se trata, mientras siga con vida, corresponde sin ningún género de reparos al protagonismo, y es capaz de generar inquietud hasta en el más pintado (motivos tiene de sobra para la preocupación, a partir de esta noche, el joven equipo francés).
Centro de Gabriel Mercado, remate de Marco Rojo. Gol, gol, gol.
Gol de Argentina, carajo.
II
Considero que ninguna afición mundialista posee un peso potencial tan influyente sobre ciertos momentos del desarrollo del juego como la argentina.
Todos entendemos la presión y el aliento que en cualquier lugar del planeta tiene la tribuna sobre los jugadores, los cuerpos técnicos, los árbitros, y que su intensidad mayor o menor tiene que ver con colores, regiones, idiosincrasias, palmarés, etc.
“Los aficionando están poniendo lo suyo” suele decirse cuando el público asume y encausa de cara al encuentro en turno la dosis de carga emotiva que de él se espera. Pero convencido estoy que con los argentinos estamos hablando de un poquito más que eso.
Recuerdo con claridad la emoción de Jorge Valdano como comentarista de los cuartos de final entre Holanda y la albiceleste en Francia 98. Los naranjas estaban poniéndoles poco menos que un baile a los sudamericanos, pese a la transitoria igualdad en el marcador, pero cualquiera que se hubiera limitado a escuchar el ambiente en la tribuna habría asegurado sin dudar que era justo al revés. Valdano confesó que le parecía conmovedor el empuje de la hinchada, dado que su disposición y sus reacciones no se correspondían en lo más mínimo con cuanto se desarrollaba en la cancha.
Hoy, después de largos días de tensión, de pesimismo generalizado, de reproches, berrinches y chismes, la afición argentina concurrió a las graderías del estadio Krestovski de San Petersburgo no sólo para pintarlas por completo de blanco y de celeste, sino para de alguna suerte echarle una veterana y tiempista mano a Sanpaoli en uno de los rubros donde más parece flaquear: el envión sentimental, la orientación anímica. Y es que la afición argentina no acompaña los partidos: los trabaja. Como si fuera un jugador más.
Todavía cuando, con el marcador empatado, a los futbolistas comenzaron a escasearles las ideas y aflorarles los miedos, y Messi principió a no atinar otra vez ni los pases más cortos, y los tiros de esquina se desperdiciaron uno tras otro de modo patético, la hinchada consiguió articular varias generalizadas arengas apaciguadoras como mensaje de respaldo, como apapacho solidario, como palmadita del manager en el rostro del boxeador, antes de mandarlo de regreso al centro del ring.
Como un jugador más, la afición argentina también se fatiga, también se desconcierta, también le tintinea en los ojos el desánimo. Pero basta el menor estímulo enviado desde abajo para que se reagrupe y vuelva a lo suyo. Con la misma pasión que todo el resto de las aficiones del orbe, pero con un oficio en el que resulta difícil igualarla.
Dicen que les dijo el inmortal Obdulio Varela a sus compinches uruguayos en Maracaná, el día que ganaron la final: los mirones son de palo. Es decir, que los más de 200 mil enfebrecidos brasileños que colmaban la tribuna, no jugaban.
Me temo que el consejo no hubiera aplicado si, en lugar de en Río de Janeiro, hubieran estado en Buenos Aires.
III
Además del enorme fortalecimiento anímico que Argentina ha obtenido con su victoria, hay otro aspecto en el funcionamiento colectivo que merece destacarse con equivalente importancia. Y es que hoy fueron varios otros, además de Messi, quienes en diversos lapsos del encuentro demandaron protagonismo ofensivo.
Primero que nada, quiero referirme a Di María. Desde hace años me ha parecido que el “Fideo” sufre en su selección la misma zozobra que Lío, aunque las responsabilidades que se le atribuyan sean mucho menores. Y hoy se le vio otra vez, a lo largo de todo el primer tiempo, con cara de asustado: tropezando, recibiendo cualquier cantidad de faltas; pero sin desaparecer, sin volverse fantasmal, pidiendo una y otra vez la pelota, intentando.
En la segunda mitad, apenas ingresado, el dolor de cabeza para los nigerianos fue Cristian Pavón, arribando siempre por la punta derecha.
Pero quien debe acaparar según yo los mayores elogios es Éber Banega, quien ha jugado un partido de altísimo nivel dando pausa, abriendo espacios, convirtiéndose en el silencioso hermano menor de Messi sobre el campo. Banega capitalizaba casi cada contingencia a la que se veía sometido Di María: donde a éste lo tropezaban, aquel recibía; donde a éste en multitud lo congestionaban, aquel, solitario, desahogaba; donde aquel corría (llevándose detrás una estela de perseguidores), éste permanecía quieto con la pelota en los pies y encontraba a quién pasar. Y cuando también a él, como a los otros, comenzaron a extraviársele las ideas y el sosiego, todavía nos regaló un par de providenciales barridas en sector defensivo. Su asistencia para el magistral gol de Messi sirve como resumen y broche de coronación de lo que Banega representó esta tarde en San Petersburgo.
Del otro lado de la balanza (el de los melodramas con desenlace diferido para el próximo episodio), Higuaín sigue alimentando detrás suyo la enorme sombra de aquel gol fallado durante la final de hace cuatro años.
IV
Argentina está en la siguiente ronda.
Y habrá quien opine que no durará mucho, que pasó a los tumbos y llorando, que de hecho no paró de llorar durante toda la etapa de grupos: fuese de ilusión, de desesperación, de despecho, de incomprensión, de rabia, de alegría.
Yo, por mi parte, no puedo dejar de pensar en lo poco que haría falta para que terminara cobrando franco parecido con aquella Italia de 1982, con aquellas albicelestes de inicio también comandadas a los tumbos por Bilardo en 1986 y 1990.
Y pienso además en aquel oportuno recordatorio de Charly García, que constituye casi una declaratoria de identidad patria: No te olvides, no te olvides nunca, que yo soy la Hija de la Lágrima.
Foto Reuters