David Pavón-Cuéllar
Errar para acertar
El presidente Andrés Manuel López Obrador arremetió recientemente contra un tipo de mexicano “integrante de clase media-media, media alta, incluso con licenciatura, con maestría, con doctorado”. El 11 de junio le atribuyó “una actitud aspiracionista, un triunfar a toda costa, salir adelante, muy egoísta”. Luego, el 14 de junio, lo caracterizó como un sujeto “individualista que le da la espalda al prójimo, aspiracionista que lo que quiere es ser como los de arriba y encaramarse lo más que se pueda, sin escrúpulos morales de ninguna índole, partidario del que no transa no avanza”.
Los juicios de López Obrador han merecido los más duros cuestionamientos. Aparentemente contribuirían al enrarecimiento del ambiente político. En lo que se refiere a la forma, no sólo delatarían pasiones indignas de una figura presidencial, sino que excederían la función de su investidura al tomar partido y al descalificar el criterio de aquellos mismos a los que el presidente debería limitarse a respetar y representar. En el plano estratégico, los juicios serían imprudentes, incluso torpes y hasta suicidas, ya que profundizarían la desavenencia de López Obrador con un amplio sector que ayudó a llevarlo al poder en 2018. Además, los juicios en cuestión serían aplicables a una gran parte no sólo de los aún seguidores de MORENA, sino de sus militantes, cuadros, candidatos electos, funcionarios y miembros de gabinete. Incluso varias de las políticas de la Cuarta Transformación, como la reforma educativa o las becas para jóvenes, podrían asociarse justamente con el aspiracionismo.
A pesar de todo, López Obrador consigue una vez más acertar a través de sus aparentes errores. Aquello mismo que le reprochamos podría llevarnos a celebrarlo. Es algo que sucede a menudo con el presidente. No es tan sólo que sus deslices, arrebatos y exabruptos inspiren confianza después de ochenta años de impecables máscaras presidenciales que tan sólo sirvieron para ocultar el saqueo y la destrucción del país. Es también y sobre todo que la incorrección política del presidente ha servido para manifestar de modo ciertamente sintomático, irregular y errático, diversas verdades cuyo encubrimiento lastra la reciente historia de México. Es el caso del aspiracionismo, pero también de muchas otras verdades, entre ellas la del clasismo y la del colonialismo.
Blanquearse, olvidar y subir
La sociedad mexicana se agota, se lastima y se enferma en su esfuerzo por blanquearse y olvidar lo que López Obrador le recuerda al pedir perdón a los mayas o al instar a España y al Vaticano a que pidan perdón a México. La verdad que así retorna como síntoma fue la que ya irrumpió en la Revolución Mexicana, la que se elaboró simbólicamente en el nacionalismo posrevolucionario y la que fue nuevamente reprimida por el neoliberalismo posnacionalista de Salinas de Gortari con su justificación ideológica posmoderna en intelectuales como Roger Bartra. Esta verdad es ni más ni menos que la de nuestro ser histórico, nuestro desgarramiento interno, nuestro origen indígena y nuestra herencia colonial, el racismo constitutivo de nuestra cultura, nuestra deuda impagable con los pueblos originarios, así como aquella otra deuda también impagable de Europa con Latinoamérica.
Nuestra historia de colonialismo se traduce hoy en día en lo que deberíamos diagnosticar, parafraseando a Hipólito Villarroel, como la mayor enfermedad política de México. Ésta es el clasismo, la nueva sociedad de castas con su elemento racista, pigmentocrático, y con esas desigualdades abismales que al fin se exteriorizan en la polarización de la que se acusa repetidamente a López Obrador. En realidad, lo único imputable al presidente es una vez más la torpeza de revelar una verdad, la verdad de la polarización, en lugar de proceder con la astucia de sus predecesores que dominaban el arte de velar demagógicamente la polarización de la sociedad mexicana.
Quienes realmente nos han polarizado han sido primero los conquistadores y los encomenderos, luego los caciques y los hacendados con sus capataces, finalmente los empresarios voraces, los explotadores de siempre, ahora con sus periodistas y políticos a sueldo. Los que siguen polarizándonos son también los mismos que acusan al presidente de polarizar la sociedad mexicana. Son los mismos que terminaron tomando el control del PRI, del PAN y del PRD, y que ahora se esfuerzan en apropiarse interna y externamente de MORENA. Al menos hemos tenido tiempo de que la consecuencia de sus actos sostenidos, la extrema polarización de la sociedad, sea evidenciada por la impericia política de López Obrador.
El mapa de la Ciudad de México partida en dos, escindida entre los barrios populares que se aferran a la izquierda y los más elitistas que se inclinan a la derecha, es como un reflejo de la realidad social en que vivimos. No habíamos visto esta imagen reveladora simplemente porque la política era demagógica, engañosa, impidiendo votar según los propios intereses. La política, en efecto, mistificaba una verdad que siempre estuvo ahí, la verdad fundamental de nuestra lucha de clases y de sus efectos, entre ellos la polarización entre los de arriba y los de abajo, así como el aspiracionismo de los de en medio, su afán obsesivo por ser de arriba y no de abajo, que es la última verdad revelada sintomáticamente por la boca floja de López Obrador.
Vivir entre escaleras
Lo dicho por el presidente deja claro que su denuncia no es de las aspiraciones que toda persona tiene, sino de su manifestación patológica e ideológica sugerida por el sufijo “ismo”. El aspiracionismo parece indicar aquí una ambición desmedida, una suerte de insaciabilidad o voracidad, y vincularse directamente con los llamados “exitismo” y “emprendedurismo”. Sobra decir, continuando con los “ismos”, que estamos aquí ante formas de subjetivación del capitalismo y especialmente del neoliberalismo.
El aspiracionismo abarca una serie de orientaciones personales altamente valoradas en la moderna sociedad capitalista, especialmente en su variante neoliberal, entre ellas el ímpetu emprendedor, el cálculo estratégico, el deseo de superación y el espíritu asertivo y competitivo. Estas actitudes, cada vez más promovidas en la familia, en la escuela, en el trabajo y en la cultura de masas, tienden a convertirse en reglas supremas de conducta, imponiéndose a costa de otros principios morales como la solidaridad, la generosidad, el respeto por la dignidad ajena y la consideración del interés comunitario. Perfectamente adaptadas a una sociedad tan estratificada como la mexicana, las actitudes aspiracionistas impulsan a los sujetos a escalar a cualquier precio.
Da igual sacrificarse o pervertirse, dejarse atrás o abajo al perder su vida o al abandonar su propia humanidad, mientras se haya conseguido avanzar, pasar a la etapa siguiente, al nivel superior. Mientras uno suba, no importa pasar por encima de los demás ni verlos únicamente como escalones. Carece de importancia cómo se asciende, siempre y cuando se ascienda. El único imperativo es tener éxito. El fin justifica los medios, que pueden ser el esfuerzo, el estudio y el trabajo, pero también la destrucción, la violencia, la estafa o la corrupción.
Independientemente de los medios a los que recurra, el aspiracionismo tiende a convertirse en el sentido común de la llamada “clase media”. Es parte de su pensamiento único neoliberal. Tanto se ha difundido y naturalizado que pasa desapercibido. No lo vemos porque impele a todos por igual.
Aspiracionistas son el joven que estudia un doctorado para ser doctor, su profesor que investiga y publica para estar en el SNI, el empleado que se endeuda e hipoteca su futuro para tener casa o coche de lujo, el que da golpes bajos para subir de puesto, el funcionario que se deja corromper o que instrumentaliza al sindicato para ganar poder y dinero, el que explota el amor o la amistad para obtener favores y alcanzar un cierto estatus, el que no duda en traicionar a su comunidad para estar por encima de ella, el que incendia el bosque para cambiar el uso del suelo y enriquecerse con algún cultivo, el que roba, trafica, amenaza, tortura y mata no para sobrevivir, sino simplemente para ser el más rico de la familia o del pueblo o del barrio. Por más diferentes que sean, todos estos sujetos son ejemplares de la misma especie: todos ellos son aspiracionistas. Todos ellos, como diría López Obrador, aspiran a “triunfar y salir adelante a toda costa”, quieren ser “como los de arriba”, intentan ascender “lo más que pueden”.
Arriba y a la derecha
El afán de subir es un síntoma no sólo de la desigualdad social objetiva, de la dimensión vertical dominante en una sociedad, sino de su correlato político subjetivo, el de la derecha con su opción por el arriba y con su reivindicación de la desigualdad justificada en términos de jerarquía, mérito, crédito, capacidad, excelencia, calidad, marca, raza, educación, cultura, herencia, puntaje, grado académico, etc. Cualquier justificación vale cuando se trata de hacer una distinción entre lo que se desprecia y aquello a lo que se aspira.
El aspiracionismo necesita la verticalidad. Esta verticalidad es implícitamente afirmada y reproducida por quien se afana en subir. El aspiracionista es derechista por el modo vertical en que siente, piensa, actúa e interactúa con los demás, y no simplemente por su aspiración al arriba en su proyecto de vida.
La derecha es una opción casi natural de una clase media tan atraída por lo que está encima de ella, por aquello a lo que aspira, como aterrada por el vacío que se abre a sus pies. El miedo a caer y la ambición de ascender, afectos exacerbados en el neoliberalismo, imponen una lógica vertical y así derechizan al sujeto de clase media por el mismo gesto por el que dominan y arruinan su existencia. El derechista clasemediero es un aspiracionista que nace con el doble vértigo del abismo y de la cúspide.
El miedo y la ambición inquietan y angustian al aspiracionista, lo conducen al exceso en el consumo y a veces en el trabajo, pero también lo vuelven cada vez menos desinteresado, cada vez más nervioso y ansioso, cada vez más estratégico y calculador. Lo encierran en una cárcel de proyectos y recursos, de instrumentos y propósitos, de escaleras y otros medios para subir. Es así como lo exilian en un futuro incierto y lo apartan de la vida misma, la inexplotable de cada instante, al tiempo que lo aíslan, alejándolo de personas que dejan de ser lo que son cuando se reducen a instrumentos. Este aislamiento y este exilio son también situaciones existenciales con las que el neoliberalismo consigue derechizar de modo reactivo a los clasemedieros, los cuales, atenazados por la ambición y el miedo, se convierten en esos perfectos derechistas obsesionados por el arriba y por el abajo hasta el punto de olvidar todo lo que hay a su alrededor.
La derecha es una reacción irreflexiva de la clase media, mientras que la izquierda exige cierta reflexión por la que se comprende que el problema no es el abajo ni los de abajo, sino la verticalidad misma, es decir, que haya un abajo y un arriba. Ser de izquierda es no dejarse arrastrar por la inercia de la derecha: no ceder ni a la fascinación aspiracionista por el arriba y los de arriba, ni al terror o la repulsión racista o clasista, aporofóbica, por el abajo y los de abajo. Elegir la derecha es más sencillo, pues consiste simplemente en ceder, quizás tan sólo por la tentación de la facilidad, o tal vez por comodidad o por mezquindad, o a lo mejor por el cansancio de la edad o por el temor ante la inseguridad propia del neoliberalismo.
Hacer como si uno subiera
A falta de esfuerzo reflexivo, el derechista de clase media cede también a las engañosas evidencias que lo rodean. Cree firmemente que es pobre el que quiere, que el cambio está en uno mismo, que basta esforzarse para alcanzar aquello a lo que se aspira. Sin embargo, al no ser capaz de realizar sus aspiraciones en la realidad, nuestro aspiracionista sólo puede realizarlas en la imaginación.
El clasemediero aspiracionista es el que se imagina rico por consumir como rico, aunque este consumo paradójicamente lo endeude, lo empobrezca. Es el que se imagina estar arriba porque vota por los partidos que benefician a los de arriba, aunque estos partidos afecten a los de en medio, precipitándolos a menudo hacia abajo. Es el mismo que se imagina ser un intelectual por haber estudiado un doctorado o ser un científico por pertenecer al Sistema Nacional de Investigadores, aun cuando sus actividades no sean precisamente científicas o intelectuales, consistiendo únicamente en tareas burocráticas manuales como combinar citas, juntar puntos y llenar formatos o formularios.
La simulación es lo que reina en el aspiracionismo de clase media. Los aspiracionistas de en medio simulan ser todo lo que aspiran a ser, lo que no son de verdad, lo que está por encima de su medianía, ya sea grandes intelectuales o geniales científicos o valientes periodistas o ricos aristócratas. De lo que se trata, en definitiva, es de hacer como si se estuviera arriba, en las cimas de la riqueza o del talento, lo que se consigue simulando: gastando el dinero prestado que no se tiene, haciendo pasar por doctorado un simple trámite de cuatro años, considerándose periodista por escribir libelos en Reforma, incluyéndose en el parnaso mexicano por estar en las pandillas de Nexos o Letras Libres.
La simulación lo devora todo. Es ella una de las consecuencias más dañinas del aspiracionismo, pero no es la única. Las actitudes aspiracionistas de los individuos acarrean también otras consecuencias como la corrupción, la criminalidad, el consumismo, el sobreendeudamiento, la contaminación, la devastación de la naturaleza, la desintegración de las comunidades y la derechización de los sujetos.
El poder en lugar de la izquierda
La victoria de la derecha en los barrios clasemedieros de la Ciudad de México fue lo que motivó a López Obrador a denunciar el aspiracionismo. Ciertamente, como lo hemos visto, las actitudes aspiracionistas contribuyen a derechizar a los sujetos al hacerlos optar por el arriba y reforzar así la dimensión vertical de la sociedad. Sin embargo, durante los últimos comicios, esto no sólo se puso en evidencia en los resultados electorales de la capital mexicana, sino también en una izquierda que a veces apareció tan derechizada que resultaba difícil continuar situándola en la izquierda.
La derechización es un efecto inevitable del aspiracionismo que a veces motiva internamente a quienes aspiran a gobernar. Querer alcanzar las cúpulas del gobierno puede ser tan sólo una actitud aspiracionista que lo incline a uno, aunque sea imperceptiblemente, hacia la derecha del espectro político. Uno se derechiza entonces por querer subir a cualquier precio.
Es a costa de la misma izquierda como algunos izquierdistas consiguen llegar a la cima del poder. No es algo que siempre ocurra, pero sí es una constante de la historia moderna y parece haber ocurrido más de una vez en las últimas elecciones. Fue al menos la impresión con la que nos quedamos quienes juzgamos todo esto desde abajo y a la izquierda.