Antonio Aguilera / @gaaelico
Dos niños felices, divertidos y en plena jovialidad, se lanzan a una alberca, mientras son vigilados de cerca por un hombre adusto pero relajado, que bebe una cerveza en un tarro. Es julio de 1943. Los niños pasan sus vacaciones de verano en Polonia de visita con su padre, y tratan de pasarlo lo mejor posible, porque en pocos días tiene que regresar a Alemania, y con ello a las labores escolares.
Al fondo de la escena veraniega es visible una columna de humo que se levanta detrás de unos altos robles. El hombre es Rudolf Höss (que se suele confundir con Rudolf Hess), era nada menos que el comandante del mayor de los campos nazis de exterminio: Auschwitz.
Su casa se encontraba a tan sólo 300 metros del infierno sobre la tierra, en el sur de Polonia, en los años en que estuvo al frente, entre 1940 y 1943, allí murieron más de un millón de personas, en su mayoría judíos.
Auschwitz es la metáfora más trágica para tratar de explicar lo más brutal de la maldad humana, y de cómo una mente es capaz de idear, experimentar y construir los más siniestros métodos para herir, reprimir, acosar, vejar, causar dolor, ultrajar, humillar, deshumanizar, asesinar y aniquilar a un ser humano.
Oświęcim (en polaco) ciudad ubicada al sur de Polonia se mantiene en silencio por más de 70 años, ya que la decisión de Heinrich Himmler de instalar allí –primero- un campo de concentración y después un campo de exterminio, ha marcado para siempre a este poblado donde hoy habitan poco más de 45 mil habitantes, que vive –trágica paradoja- del turismo de miles de personas que acuden cada año a visitar el complejo de exterminio de Auschwitz-Birkenau.
Este martes 27 de enero, se cumple el 70 aniversario de la liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo. Una fecha redonda para conmemorar el horror vivido en el que fue centro fundamental del holocausto programado y ejecutado por el régimen nacionalsocialista de Adolf Hitler.
En la maquinaria bélica nacionalsocialista, Auschwitz se convirtió en el mayor campo de concentración y exterminio del Tercer Reich. Construido en la primavera de 1940 en el sur de la Polonia ocupada, en verano de 1941 el comandante en jefe de las SS, Heinrich Himmler, le comunicó a Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, que el campo de concentración que dirigía tenía que cumplir una función central en la “solución final” para los judíos europeos y otras minorías del Viejo Continente.
Según cálculos aproximados, entre 1940 y 1945 el régimen nacionalsocialista deportó a alrededor de 1,3 millones de personas a Auschwitz: la gran mayoría eran judíos, pero también había ciudadanos polacos, gitanos, presos políticos alemanes y soviéticos, y milicianos de la resistencia antinazi de diversas nacionalidades, entre ellos republicanos españoles. Alrededor de un millón de personas no sobrevivieron. El 90 por ciento de los muertos eran judíos. La gran mayoría de las víctimas fueron asesinadas en cámaras de gas.
No fue casualidad que Hitler se decidiese por Auschwitz, cerca de la ciudad de Cracovia, como centro de operaciones de esa maquinaria genocida: el dictador nazi consideraba los territorios occidentales de la Unión Soviética el espacio geográfico en el que históricamente se concentraba el grueso del ‘bolchevismo judío’, tal y como denominaba la jerga nacionalsocialista a los millones de judíos que vivían desde hacía siglos en Europa oriental.
Como muestran los documentos conservados, Hitler diseñó un ‘Plan General para el Este’. “Ese plan preveía para Polonia oriental, los Estados bálticos, Bielorrusia y Ucrania un gigantesco reasentamiento de más de 30 millones de ciudadanos judíos y eslavos a cambio de grupos de población alemana y otros pueblos germánicos”, escribe el historiador Gerd R. Ueberschär en su artículo ‘El asesinato de los judíos y la guerra en el Este’. Ese presunto intercambio de población acabó desembocando en una máquina -de aniquilar seres humanos- perfectamente engrasada.
La lógica industrial de Auschwitz supone un punto de inflexión en los crímenes perpetrados por el ser humano a lo largo de la historia. Al campo de concentración y exterminio de Auschwitz se iba a morir, pero no sin que los asesinos hubiesen calculado la optimización de las ejecuciones masivas y la productividad que las víctimas podían aportar en los trabajos forzados antes de ser ejecutadas o de simplemente fallecer por agotamiento o a causa de las enfermedades que surgían en los barracones por las pésimas condiciones sanitarias. Esa obsesión del régimen nacionalsocialista por la productividad de los prisioneros queda patente en la cínica frase en alemán que todavía hoy se puede leer a la entrada de Auschwitz: ‘Arbeit macht frei’ (‘El trabajo hace libre’).
«Nunca comprenderán que yo tenía corazón…»
A la casa de Rudolf Höss arribaban los más altos representantes de todos los círculos del infierno. Eran frecuentes visitantes del campo varios gerifaltes del nazismo: su creador, el llamado “ángel exteminador” Heinrich Himmler; el sádico Joseph Mengele, el médico que experimentaba con los niños judíos; Fritz Bracht, administrador general del Partido Nazi en Polonia; el burócrata Adolf Eichmann, el hombre que se encargaba del papeleo del exterminio.
La Casa del diablo se encontraba a pocos metros de uno de los hornos crematorios, y en su testimonio que ofreció en los juicios de Nüremberg, con desparpajo Rudolf Höss llegó a señalar que su mujer se quejaba de la constante lluvia de ceniza que caía sobre el jardín.
Un día en la jornada del exterminador de Auschwitz iniciaba con una visita temprano para pasar lista de los soldados comisionado al campo y de los “avances” en las aplicaciones de los métodos de exterminio.
Posteriormente regresaba a su casa, en donde primero alimentaba y bañaba a sus cinco pequeños hijos.
Después, en la terraza del chalet, su mujer le servía un opíparo desayuno típicamente alemán, en donde platicaba con los diferentes comandantes del campo, para después encerrarse horas en su oficina ubicada en el extremo derecho del campo, lejos de las malolientes barracas.
Con su comportamiento aséptico, Rudolf Höss se dirigía cada domingo a la iglesia de Oświęcim, toda vez que era un creyente fervoroso.
Así eran los días de la “honorable” y muy típicamente aria familia Höss y también lo eran, tras la alambrada, la irrefutable, límpida capacidad productiva de la cámara de gas, en la que indefectiblemente, según el testimonio de los incineradores, cada cuerpo aparecía en su sitio: abajo, los cadáveres infantiles alfombrando el recinto, y sobre ellos los de las mujeres, seguidos por los cadáveres de los varones, según una reiterada lógica de resistencia pulmonar.
En su testimonio Rudolf Höss dio cuenta de que en todo momento cumplió hasta el último ápice la instrucción de su Führer:
“Yo llegué a Auschwitz en mayo de 1940 y llevé conmigo un grupo de 30 internos del campo de concentración de Sachsenhausen en el que yo había sido primer ayudante y luego comandante. Cuando llegué, en Auschwitz solo había un par de cuarteles vacíos.
El sitio exacto en el que estaba el campo era cerca de la ciudad de Auschwitz. Anteriormente había sido un complejo de cuarteles de artillería del ejército polaco. Me dieron la orden de que los internos tenían que cultivar los campos y cuidar las granjas colindantes.
En la primavera de 1941 Himmler vino en visita de inspección. Me ordenó ampliar el campo lo máximo posible y ordenó al administrador general del Partido, Fritz Bracht, que estaba presente y era el responsable de la zona, que pusiera a mi disposición todo el territorio que tenía unas 5.000 hectáreas. Ordenó que se construyeran grandes talleres en el propio campo, por ejemplo, talleres de carpintería y maquinarias.
En el verano de 1941 me llamaron a Berlín para que una reunión con Himmler. Me dio la orden de construir campos de exterminio. Le puedo casi decir las palabras de Himmler literalmente: “El Führer ha decretado la Solución Final para el problema judío. Nosotros, las SS, tenemos que ejecutar los planes. Es un trabajo duro, pero si no se lleva a cabo inmediatamente, en lugar de que nosotros exterminemos a los judíos, los judíos exterminarán a los alemanes en una fecha posterior”.
Esa fue la explicación de Himmler. A continuación me explicó por qué había seleccionado Auschwitz. Ya existían campos de exterminio en el este, pero no podían realizar una acción de exterminio a gran escala. Himmler no me podía dar un número exacto, pero me dijo que en su momento Eichmann se pondría en contacto conmigo y me diría algo más al respecto. Me mantendría informado sobre cómo se efectuaría el transporte y cuestiones similares.
Unas semanas después, Eichmann me visitó en Auschwitz y me dijo que los primeros trenes de la Gobernación General y de Eslovaquia estaban al llegar. Añadió que esa acción no podía ser retrasada por ninguna circunstancia para que no surgiesen dificultades técnicas de ningún tipo porque había que mantener a toda costa los planes de transporte”.
El funcionariado del régimen hitleriano también jugó un papel fundamental en el horror del que Auschwitz y el resto de campos de concentración del Tercer Reich fueron escenario. “Sólo el funcionamiento coordinado y altamente eficiente de la administración del Estado nacionalsocialista hizo posible que millones de personas de casi todos los países de Europa fueran deportadas a los campos de exterminio y posteriormente asesinadas” escribe el historiador Wolf Kaiser.
Mientras más de un millón de personas eran deportadas a Auschwitz entre 1940 y 1945, otros cientos de miles se encargaban de sellar las órdenes de deportación y de detallar los protocolos. Es lo que algunos historiadores denominan la “racionalización del crimen”.
En sus memorias que escribió antes de ser ahorcado, justamente en un patíbulo construido dentro del campo, Rudolf Höss termina su autobiografía: «Nunca comprenderán que yo tenía corazón…».