Antonio Medina Trejo
Los imaginarios de la libertad
La primera década de este siglo será recordada como la época en que la lucha de los colectivos homosexuales por su visibilización trascendió el clóset y se instaló en la ruta de los derechos civiles. La discusión, la exhibición de los prejuicios y de la homofobia asesina y los cambios legales que se han sucedido en cascada marcan un parteaguas simbólico. El imaginario en torno a la homosexualidad se ha transformado en todo el mundo occidental.
Esta ola civilizatoria ha tenido una participación mexicana notable. Con orgullo podemos decir que la Ciudad de México ha sido vanguardia latinoamericana en este movimiento de liberación que ha transformado mentalidades y ha logrado, por fin, una aceptación sin precedentes de la libertad personalísima de amar, sin distingos de sexo o de género.
En esa lucha por un derecho humano básico, la ley de Sociedades de Convivencia aportó un pequeño gran paso. Los marginales estuvieron al centro, como diría Carlos Monsiváis, protagonizando la ardua batalla por ser iguales ante la ley. Sin la discusión pública que acompañó el proyecto a lo largo del primer lustro del siglo no serían imaginables los cauces de libertad —siempre imperfecta, siempre perfectible— de los que ahora gozamos en la ciudad de México, que ha inspirado a otros estados del país a homologar leyes, códigos y políticas públicas que integran la perspectiva de diversidad sexual, como las de la capital del país.
El 16 de marzo de 2007, hace una década, se conjuraron los fantasmas del oscurantismo y la homofobia, y se selló con un beso entre personas del mismo sexo el inicio de una nueva era. Llegar a ese día no fue sencillo, hubo que vencer resistencias de curas y sacristanes, de derechas y también de izquierdas, entre conveniencias políticas y manipulaciones mediáticas.
El sexo fue política y, rubores aparte, se exhibió bajo la lupa y a plena luz del día, normalizándolo como nunca antes en nuestra maltrecha república. El camino no estuvo exento de derrotas, como los traspiés que tuvo que pasar la ley en 2001 y 2003, por el miedo legislativo a la condena de la Iglesia Católica y también por la franca oposición del entonces Jefe de Gobierno, Andrés Manuel López Obrador. Eran tiempos difíciles, según la encuesta de Parametría 76 por ciento de la población se oponía a la legalización de las uniones entre personas del mismo sexo.
En un nuevo entorno político, la aprobación se logró, finalmente, en 2006, arropada por el PRD y respaldada por años de activismo ciudadano y de cabildeo de los desaparecidos partidos Democracia Social y Alternativa Socialdemócrata y Campesina. La ley de Sociedades de Convivencia fue un esfuerzo desde la izquierda, un triunfo colectivo y un símbolo de trabajo común alrededor de un principio básico. La marejada tras la promulgación de la ley jugó a favor de la percepción ciudadana: para 2009, en vísperas de la aprobación del matrimonio civil igualitario entre personas del mismo sexo, la oposición se había derrumbado a 55 por ciento, también de acuerdo con Parametría.
De ninguna manera se ha vencido al oscurantismo, agazapado detrás de la derecha e, incluso, de ciertos sectores de izquierda. El matrimonio entre personas del mismo sexo es todavía un anhelo en más de veinte estados del país, ilegalidad condenada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación pero solapada por la Cámara de Diputados, cuya mayoría priísta y panista ha optado por bloquear la propuesta presidencial que garantiza el matrimonio civil igualitario en toda la nación. Gracias a los años de lucha, esa cerrazón es cada vez más evidente, hipócrita y ridícula.
De ese 16 de marzo de hace diez años recuerdo, en medio de mi nerviosismo por el significativo evento que estaba protagonizando en la explanada de la delegación Iztapalapa, las palabras de Sabina Berman: “cinco días antes del inicio oficial de la primavera, ustedes dos se darán un beso. Y 30 siglos de intolerancia se desplomarán a sus pies.” Y Jorge y yo nos besamos.