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Dos Iglesias: una para las élites y otra para los pobres

Ivonne Acuña Murillo

La Semana Santa es una buena época no sólo para recordar la muerte y resurrección de Cristo, sino para pensar en la Iglesia Católica como una institución que necesariamente ha incidido e incide en la vida social de mexicanos y mexicanas.

Amerita recordar que desde el momento en que dos culturas diferentes se encontraron, el papel desempeñado por la Iglesia Católica cobró una importancia singular. Primero, para completar un proyecto de conquista y supuesta “humanización”, en la que los religiosos sirvieron de “puente piadoso” entre el pueblo conquistador y el pueblo conquistado. Así, una a una las órdenes religiosas de los franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas, juaninos, hipólitos, carmelitas, mercedarios y clarisas sirvieron de freno, en la medida de lo posible, a los abusos cometidos por los conquistadores en contra de la población sometida, al tiempo que completaban, con la evangelización de las y los indígenas, la obra del soldado español, para hacer de “los naturales”, un pueblo temeroso de Dios y del Rey de España.

Segundo, porque el rescate de lo que había quedado de la cultura vencida y de un pasado lleno de memoria y tradición, no habría sido lo extenso que fue sin la labor de personajes como Fray Bernardino de Sahagún, que empeñó sus esfuerzos no sólo para recuperar los vestigios de la gran civilización indígena, sino para hacer comprensible la realidad del “otro” conquistado al “otro” conquistador y viceversa.

Del mismo modo fue relevante la labor defensora en favor del pueblo indígena de Fray Bartolomé de las Casas y el trabajo de organización y protección de Vasco de Quiroga (el “Tata Vasco”), por mencionar sólo a algunos.

Por supuesto, los frailes compasivos que asumieron la causa indígena como propia no fueron los únicos religiosos en llegar a la Nueva España, con ellos arribaron otros más empeñados en ligarse a la nueva y buena vida de la élite conquistadora y que nunca cultivaron un sentimiento de empatía con los menos favorecidos, preocupados como estaban de “salvar el alma” de los españoles ricos establecidos en las nuevas tierras.

Hoy, como entonces, puede distinguirse a dos tipos de religiosos o de Iglesias, una para los ricos y otra para los pobres. La primera, está formada por quienes pertenecen a la alta jerarquía católica que, siguiendo la tradición, se encuentra ligada a las élites política y económica y no duda en ponerse de su lado cuando de mantener el statu quo se trata. Se caracteriza por su incapacidad para abrigar y defender las causas de los menos favorecidos y sólo se acerca a ellos para sumarlos a una feligresía, que debe ser sumisa, pasiva y dogmática, incapaz de cuestionar la autoridad religiosa aunque a la vista de todos sea capaz de cometer excesos, como lo muestran las acusaciones por pederastia que en los últimos años han empañado el prestigio de una Iglesia que se presenta como protectora de “su rebaño”.

La otra, la Iglesia de los pobres, por el contrario, sigue la tradición fundada en América por los frailes mencionados y se liga a las causas de los pobres, los necesitados, los excluidos, los discriminados, los abusados, los sometidos. Es una Iglesia “abierta”, “comprometida” y “social”.

Ejemplo de ésta última idea es la llamada “Teología de la liberación”, que desde la década de los setentas defiende una idea de liberación, de movilización, de cambio social desde la fe, y se opone a la función legitimadora de la “resignación de los pobres”. En palabras de Leonardo Boff, uno de sus más importantes representantes, la Teología de la liberación es “el intento de hacer del evangelio, de la doctrina cristiana, una fuerza buena de compromiso con la justicia y de liberación de los pobres y marginados.

27 abril, 2014
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