Opinión 3.0


El Tufillo Religioso y la Defensa de la Vida (Un problema de ignorancia e hipocresía)

Rosario Herrera Guido

Nuestro mundo, para vivirlo, amar, santificarse, no está dado por una teoría neutra del ser, por los acontecimientos de la historia o por los fenómenos de la naturaleza, sino por la existencia de estos inauditos centros de alteridad que son los rostros, rostros para ser vistos, para respetarlos y para acariciarlos.

  Italo Manchini, Tornino i volti

1. Introducción
Este texto es una respuesta crítica a la iniciativa con proyecto de Decreto para reformar el primer párrafo del artículo 1° de la Constitución Política del Estado Libre y Soberado de Michoacán de Ocampo, y en la reforma a la fracción I del artículo 5 de la Ley de Protección de las Niñas, Niños y Adolescentes del Estado de Michoacán, presentada el pasado 19 de febrero del año en curso, por el Grupo Parlamentario del Partido Acción Nacional al H. Congreso del Estado de Michoacán.
Un documento que tiene un inconfundible tufillo religioso, pues se presenta con una cita de Juan Pablo II que reza: “Derecho a la vida significa derecho a venir a la luz y, luego, a perseverar en la existencia hasta su natural extinción: Mientras vivo tengo derecho a vivir”. Un epígrafe que defiende la vida desde la gestación hasta la muerte, y que anuncia que el PAN va por todo: penalizar la suspensión del embarazo y la eutanasia, incluso la muerte asistida.
Poco importa mostrar desde el principio la supina ignorancia sobre la diferencia griega entre Bios y Zoé, la vida biológica y la vida espiritual, contemplada como fundamental por el mismo Jesús de Nazaret, desde las primeras traducciones de los Evangelios. Tras una mezcla falaz de pactos internacionales, leyes, y reformas que los panistas consideran que favorecen a lo que con orgullo declaran tener como pilar fundamental de los principios de su doctrina “la defensa de la dignidad de la persona”, sin importar otra vez que defienden, pues a quién le importa qué es la ”dignidad” y mucho menos la “persona”. Digno, del latín dignus, que desde el s. XII significa decente, honrado, decoroso…una realidad humana que es imposible en la miseria, como resultado de una violación (incluso del abuelo, como defendió con uñas y dientes el PAN en San Luis Potosí, para que naciera el producto del incesto, donde su defensa de la vida a arrastrado a su Congreso hasta despenalizar el Incesto). Y persona, del latín personare, que desde el s. XII designa lo que resuena allí, es decir, a quien habla, que por supuesto no es un embrión. Y así, por toda su iniciativa, cayendo y levantando como rumbo al calvario, por fin concluyen que “El tema de la vida desee la concepción para su aplicación conlleva ciertamente argumentos de orden integral como son: filosóficos, teológicos, éticos e inclusive biológicos y médicos”. Con perdón, pero ¡qué sabiduría! Y donde dejan a la cultura, la antropología, la psicología, la política, la economía, etc. Pues sí, hace falta mucho conocimiento, pero el PAN nunca lo ha necesitado, porque siempre le ha sido suficiente su ignorancia y su fanatismo.

Desde la iniciativa de reformas al Código Penal del Distrito Federal para despenalizar el aborto, durante las primeras 12 semanas de embarazo, se congregó, cual piadosa procesión, todas las fuerzas que a lo largo de la historia se reconocen por los mismos hábitos: la ignorancia, el fanatismo y la hipocresía. Como en todos los tiempos: “son cosas del demonio”. Las voces más pías señalan como culpable, cual justicia divina, al PRD, que lanza este aborto del infierno a la Iglesia Católica, en venganza a su apoyo a Felipe Calderón, cuando la propuesta legislativa en realidad surgió de la bancada priísta, y es una demanda ondeada muchos años antes de que naciera el partido del sol azteca. Las voces más “científicas” de la bancada panista amenazan con todos los castigos divinos: con “el cuento americano de la depresión”, la anorexia, la bulimia, la drogadicción, el alcoholismo, el cáncer de mama y el suicidio. Hasta Felipe Calderón se apresta para encabezar la peregrinación, después de predicar que ya no quiere más encono ni divisiones sociales.

Desde el polémico tema de la anticoncepción hasta la despenalización del aborto, hay algo que provoca extrañeza: el sospechoso vacío de reflexiones en torno a la concepción de la vida humana. Al parecer por ignorancia o hipocresía, la vida humana sigue siendo pensada en términos reduccionistas (reducción de lo humano a lo biológico, natural, animal y silvestre). Pero la vida humana debe ser pensada a partir hombres y mujeres que tienen un rostro, un semblante que habla, y que por el lenguaje devienen sujetos al y del lenguaje, a la ley de la cultura, que para gestarse y vivir culturalmente prohíbe el incesto y el parricidio (interdictos que se hacen extensivos a otras prohibiciones); con lo que se regulan las relaciones de parentesco y el linaje que transforma a los seres humanos en deseantes de lo que la cultura misma les niega; pero un goce incestuoso que es rescatado por la escala invertida del deseo, y que los eleva por encima de la vida animal: la cultura (arte, ciencia y religión según Nietzsche y Freud), pero también el amor, el trabajo, la política, el mito, la historia, la fiesta y el juego (Freud, Tótem y tabú, 1913). Porque desde la República de Platón, todos los asuntos de la polis (la ciudad) son asuntos de lenguaje, es decir, de ley.

La vida humana al seno de la cultura hace que la sexualidad y la procreación humana pierdan la “naturaleza” que biólogos, médicos, jerarcas de la iglesia, moralistas y hasta juristas insisten en asignarles. Sin embargo, la vida humana, a partir de su exilio de la naturaleza a causa de la ley de la cultura, ya no es natural. Las relaciones sexuales entre los hombres y las mujeres no están destinadas exclusivamente a la reproducción de la especie, sino privilegian el deseo y el placer (Freud, Tres ensayos de teoría sexual, 1905). Así, los hombres y las mujeres, para ser tales, deben ser concebidos a partir de un deseo que les espera incluso antes del nacimiento, sin el que la vida humana no es vida. Por ello, desde la perspectiva de la vida cultural (que es deseante), resulta desafortunado y criminal asumirse como cruzado contra todo tipo de anticoncepción o despenalización del aborto “en defensa de la vida”, tratada como una generalidad, lo que la hace más anónima e impersonal.
Los jerarcas de la Iglesia, las asociaciones civiles pro-familia y las organizaciones pro-vida defienden la vida, una empresa que puede conmover hasta las lágrimas. Pero como no defienden la vida humana, cultural y deseante, terminan por ofender la sensibilidad y la inteligencia humanas. ¿Desconocen que la vida humana no es la de un pez, un gato o una planta? Por supuesto que hay que defender la vida, más si estamos acabando con las especies y con el único hogar que tenemos. Pero, ¿los defensores de la vida en general ignoran acaso que la vida humana la debe esperar, gestar y sostener el deseo de otro u otros? ¿Y que de no darse estas condiciones humanas la vida que se pretende defender podría vivirse en condiciones infrahumanas: debilidad mental por miseria y desnutrición, o hasta problemas subjetivos agudos?

Al margen de lo que ignoran o desconocen, o que lo que disfrazan por hipocresía, lo han dejado ver hasta ahora es que la vida humana deseante es algo que no ha estado en su agenda religiosa o “científica”. Tal vez por ello estos cruzados no emprenden ninguna batalla contra la miseria extrema de millones de mexicanos, cuyas vidas están en peligro de extinción.

2. A propósito de la anticoncepción
La más antigua referencia que tenemos del control de la natalidad se encuentra en la historia bíblica de Onán, quien según la tradición hebrea al morir su hermano debía asumirse como marido de su cuñada, pero al no poder cohabitar con ella, “como Dios manda”, expulsaba sus espermas en la tierra, lo que provocó su misteriosa muerte. Tal vez se puede rescatar esta historia para comprender el imaginario colectivo con el que actualmente pretende cobijar la religión el cuerpo social. El mensaje es que Dios condena todo tipo de sexualidad que tenga otro destino que no sea la reproducción. Esto está anunciado desde el mito bíblico de Adán y Eva en el Paraíso, donde la reproducción no está prohibida, sino el árbol del bien y el mal, la sabiduría y la ciencia, que permite desviar el deseo de Dios.
¡Saber lo que Dios quiere! ¡Qué delirio! Además, una reproducción en la que poco importa el deseo y el placer. Un relato que pronto se extiende a la moral como lo bueno, a la sabiduría popular y a la ciencia como lo natural, a la medicina y la psiquiatría como lo normal y lo sano, a la dimensión educativa como lo correcto y a la dimensión jurídica como lo justo y legal.
Es a esta ideología de la dominación a la que el pensador y psicoanalista francés Jacques Lacan denominó “El discurso del amo”, que denuncia que todo amo, bajo el supuesto de que quiere el bienestar del esclavo, pretende extraer del esclavo toda su energía para aprovecharla y reducirla al mundo de la necesidad y el trabajo, que también produce bienes, pero a condición de olvidarse del deseo y el placer, que se despliegan en el lenguaje de la cultura y del amor. Y es que toda esta dimensión de la vida humana siempre ha sido un estorbo al orden del poder en su dimensión de dominación, que hoy más que nunca sólo valora el mundo global del trabajo explotado, la producción de mercancías y el consumo.
El discurso del amo es posible reconocerlo en muchos religiosos que parten de un mandato divino revelado. También lo encontramos en la moral social, que presume saber el deseo de la sociedad (una entidad abstracta). Asimismo la medicina, que cree tener el encargo de determinar lo que debe ser la salud para los ciudadanos, y cuya consecuencia es —como sostiene Fernando Savater— “El Estado Terapéutico”, que como el Estado Teocrático, que pretendía salvar por decreto divino reprimiendo lo malo, quiere curar a los ciudadanos de lo que son, por las buenas o por las malas. Si la libertad es peligrosa, el Estado y sus instituciones religiosas, educativas, jurídicas, carcelarias y hospitalarias, decretan la salud. Porque nuestras vidas son del Estado. Como puede apreciarse, tan totalitaria es la salvación religiosa como la salud pública. Esta es la bandera más ondeada en torno a la defensa de la vida en nombre de la salud de las mujeres.
En cuanto al control de la natalidad se refiere, existe un escollo que hasta ahora se ha presentado como insalvable. No hemos podido comprender lo que es la vida humana y menos la anticoncepción, que siempre es interpretada fanáticamente como asesinato, para servir, hasta ahora parece que ¿inconscientemente? al Amo: el Estado, la religión, la educación, el orden jurídico y la medicina. Aunque vale la pena matizar que el control de la natalidad y el derecho a mandar en el propio cuerpo, nada tiene que ver con otra ideología, que es el libertinaje, que defendiendo la libertad de hacer lo que se quiera con el cuerpo propio, termina paradójicamente permitiendo que los demás hagan lo que quieran con ese cuerpo, cuyas consecuencias no tienen nada qué ver con la responsabilidad del sujeto consciente de su libertad, es decir, capaz de reconocer y responder por sus propios deseos y actos.

3. La vida cultural
Parece inevitable que toda vez que se trata de anticoncepción y ahora de la despenalización del aborto se escucha aullar al discurso del amo con sus prejuicios de siempre: crimen, promiscuidad, inmoralidad, atentado contra la sociedad, desintegración familiar y social, enfermedad social, irresponsabilidad, etc. Pero en medio de toda esta jauría no se escuchan reflexiones sobre la vida humana. Desde luego que saber lo que es la vida humana, como dice el Cardenal de Milán Carlo Maria Martini, nos tomaría toda una vida. Me refiero a un cardenal que era papable, pero que por su distancia abismal con la jerarquía conservadora, acorde a estos tiempos retrógrados e imperiales, era impensable que le concedieran el humo blanco. Hoy, lo más brillante que se escucha de algunos jerarcas conservadores de la Iglesia Católica, es un estribillo que no va más allá de la lógica aristotélica, que concibe que todo ser que todavía no actúa está en potencia: “Un espermatozoide es un ser humano”.
Para pensar en la concepción de la vida en general podríamos remitirnos a los primeros filósofos que ordenaron la vida sobre el modelo de Hesíodo pero contra él, pasando de los nombres de los dioses a las parejas de elementos:
—Apolo es el dios de la Unidad, la luz, la forma, la belleza y la inteligencia.
—Dioniso es el dios de lo múltiple, la exaltación, la embriaguez, la música y la
danza.
Ambos son dioses de la vida. Pero mientras Apolo es el dios de la vida personal, el Bios condenado a la muerte, Dioniso es el dios de la vida impersonal (Zoé), la vida vegetal y animal que renace con cada primavera. Estos Dioses no se presentan escindidos en la vida humana. Apolo es el dios que se despliega en las artes del espacio: arquitectura, escultura y pintura; Dioniso es el dios de las artes temporales: música, danza y poesía. Además, lo apolíneo y lo dionisiaco no son dimensiones de la subjetividad que se encuentren escindidas, a lo sumo una de ellas prevalece sobre la otra. Esta es también la concepción de la vida humana, desde un renovado retorno de Nietzsche a los griegos; una interpretación ontológica que tiene consecuencias éticas, estéticas, políticas y culturales.
Esta concepción griega de la vida nos permite aclarar que la vida humana no se puede pensar desde la vida en general. Y ello nos invita a reflexionar hoy, como herederos de la cultura occidental, que tratándose de la vida humana no podemos hablar de la vida en general como lo hacen los conservadores y fanáticos, pues existe el peligro de caer en una vacuidad que no designa nada, a menos que no importe tomar partido por la más confusa ideología con tal de servir al amo o sacarle provecho a otro propósito diferente al que se manifiesta. Pero tampoco se puede hablar de la vida humana reducida a Bios, puesto que es inconcebible la vida humana sin la cultura, que al exiliarnos de la naturaleza nos engancha a la ley del lenguaje, el deseo y el amor, a la trascendencia y la eternización de la vida espiritual (Zoé). Porque la vida humana no sólo busca la inmortalidad en los hijos sino también en la cultura, a través de la pulsión (el deseo libidinal propiamente humano según San Agustín) en la permanencia del nombre propio y el patronímico a través de historizarse en la memoria colectiva. No olvidemos que los medievales sabían que la inmortalidad de las especies animales sólo se da por la vía del instinto a través de la reproducción de la especie, que llamaron “metempsicosis”.
Hace tiempo que caen tormentas de juicios que responsabilizan irracionalmente, como siempre, exclusivamente a las mujeres, tanto de la concepción como de la anticoncepción. La mayor parte de las advertencias juzgan que si se acepta legalmente la prevención y la anticoncepción, las mujeres se van a perder en la promiscuidad, la perversión y el goce desenfrenado. Los adjetivos rayan en la estupidez, pues si sólo las mujeres van a perderse en el goce sexual, ellas solas ¿para qué entonces requieren tomar la famosa píldora del día después? ¿Y los hombres, en qué castillo de la pureza van a estar mientras las mujeres se entregan a la perdición de la carne? ¿Cómo es que los hombres no van a aprovechar los maleficios gozosos de la perniciosa píldora? Pero los aulladores insisten: es ella la que va a gozar y a matar a un ser humano.
Por supuesto que toda esta fogata de dogmas y fanatismos es atizada para escamotear los propios “pecadillos”, cuya culpa se encubre con la hipocresía, la mojigatería y la santurrería. Se sabe desde antaño que la mayoría de los seres humanos no pueden renunciar al deseo, en particular al deseo y el amor sexual, por lo que resulta imposible cumplir los votos de castidad, como mandato religioso. La sabiduría popular sabe que los fanatismos en contra de la anticoncepción van a la par de los métodos abortivos más peligrosos aplicados desde antaño a catequistas, religiosas y feligreses. “El crimen del padre Amaro”, ante los grandes escándalos de la Iglesia Católica a lo largo de los siglos, resulta un cuento de hadas. Toda vez que el Papa dicta: “Ni un paso atrás con respecto a los votos de castidad”, asegura, parece que de manera inconsciente, la trasgresión y el goce perverso, del pueblo de Dios. Desde luego que el voto de castidad es lo que más prestigio la ha dado a la Iglesia Católica, pues se trata de una renuncia que para la mayoría de los mortales es imposible cumplir. Pero después de siglos de trasgresiones, resulta insensato querer sostener lo insostenible, y menos al precio de la deserción de los fieles o el desprestigio. Aquí también la Iglesia, hoy más que nunca, requiere abrirse a una elección voluntaria de la castidad, pues toda ley universal tiende a desatar la infracción irracional de dicha ley.

4. La persona
En toda esta cruzada moralizante es lamentable también la ausencia de información actual e inteligente. Como se sabe, lo que domina también en el fanatismo, principalmente religioso, es la ignorancia; por ello toda su verborrea y su condena a todo tipo de anticoncepción se reduce a una simple opinión.
Es imposible esperar que todo este rebaño de fanáticos recurra algún día a leer textos iluminadores como el de Umberto Eco y Carlo Maria Martini:¿En qué creen los que no creen? (Taurus, 1997). Me refiero a un diálogo epistolar entre el filósofo italiano Umberto Eco y el filósofo Carlo María Martini, cardenal de Milán. Sus diálogos versan en torno a los temas más actuales y polémicos. De todos ellos, en función del tema que me ocupa, sólo quiero esbozar dos: “¿Cuándo comienza la vida humana?” y “La vida humana participa de Dios”.
En el primer texto, lo que destaca Umberto Eco es la cuestión crítica sobre el reclamo del valor de la vida frente a la legislación acerca de la interrupción del embarazo. Ahí afirma que una mujer tiene derecho sobre su cuerpo, sentimientos y futuro. Pero en nombre al derecho a la vida no se permite que alguien mate a su semejante, tampoco a sí mismo. La bandera de la vida parece conmover siempre a las mayorías. Sin embargo, no existe un concepto más impreciso. Para los antiguos hay vida no sólo en la apariencia de un alma intelectiva, sino en un alma sensitiva y vegetativa. Parece que el concepto de la vida vegetal y animal es confusa, y el de la vida humana no. Pero ha perturbado a teólogos y filósofos durante siglos. Si se afirma que la vida humana comienza, según santo Tomás, cuando un ser entra en la cultura, el lenguaje y el pensamiento, y que no es un delito matar incluso a un niño recién nacido, se incurre en una barbaridad. Y si se sostiene que la vida humana está en el semen y en los óvulos, la eyaculación y la ovulación pueden ser juzgados de asesinatos múltiples. El mismo santo Tomás —cerca de Aristóteles— afirma que el feto hasta pasar por fases vegetativas y sensitivas se realiza y recibe el alma intelectiva en acto (Suma teológica y Contra gentes).
A pregunta expresa de Eco sobre el estado actual de los debates teológicos, el cardenal Martini derrama una luz al respecto. De entrada afirma que una cosa es hablar de la vida humana y de su defensa ética, y otra es preguntar de qué manera una legislación puede defender estos valores en una situación civil y política determinada. Uno de los malentendidos es la confusión entre el uso amplio, como dirían los escolásticos que se referían a la Suma teológica y Contra gentes de santo Tomás, del término vida, y el uso restringido propio del término vida humana. En el primer sentido se comprende que al hablar de todo ser viviente comprende a los que están en el cielo, en la tierra y bajo la tierra, y también la fecunda madre tierra. Pero no es este concepto amplio de vida lo que está en cuestión, puesto que pueden existir diferencias culturales e incluso religiosas.
Se supone que la vida humana para los católicos es un valor supremo. Pero esto no es tan claro. Pues no corresponde a los Evangelios: “No teman a aquel cuyo cuerpo matan, pero no tienen el poder de matar el alma”. (Mateo, 10, 28.). La vida que tiene el valor supremo para los Evangelios no es la vida y ni siquiera la psíquica (los Evangelios usan los términos griegos Bios y Psyché), sino la vida divina comunicada al hombre (Zoé). Y en el Nuevo Testamento se lee: “Quien ama su vida (psyché) la pierde y quien odia su vida (psyché) la conservará para la vida eterna (Zoé)” (Juan 12, 25). De modo que cuando se dice “Vida” se habla de esa vida con mayúsculas y ese ser supremo que es Dios mismo. Es la “Vida” que Jesús se atribuye a sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. (Juan 14, 6), y en la que cada hombre o mujer son llamados a participar. En consecuencia, el valor supremo en este mundo es el hombre o la mujer viviente de la vida divina.
Así que para un auténtico cristiano el respeto a la vida humana desde su primera individuación no es un sentimiento genérico, sino el encuentro con una responsabilidad ante este ser viviente humano concreto, cuya dignidad no radica sólo en una valoración benévola o humanitaria, sino en un llamado divino. A partir de la concepción nace en efecto un ser nuevo, diferente de los dos elementos que al unirse lo han formado (el espermatozoide y el óvulo). Pero tal ser inicia un proceso de desarrollo que lo llevará a convertirse en niño o niña.
Más allá de las discusiones científicas y filosóficas, lo primordial para un cristiano es que este ser sólo se abre a un gran destino a partir de que Dios mismo lo llama por su nombre, por lo que es digno de un gran respeto. Por ello es preciso el bautismo, este sacramento en el que el sacerdote, en nombre de Dios, nombra al nuevo ser que llega al mundo. Entonces la vida humana comienza cuando un nuevo ser es llamado y amado, como resultado de un amor grande y personal, que exige la responsabilidad de alguien hacia quien ya tiene un rostro, objeto de afecto y cuidado.
En consecuencia, toda violación de esta exigencia de afecto y cuidado, es vivida como conflicto, como sufrimiento profundo. Es necesario pensar, debatir y actuar para que este conflicto sea lo menos trágico posible, pues son heridas que no cicatrizan. Este es el auténtico problema ético y humano, también civil: ¿cómo ayudar a las personas y a la sociedad a evitar estas heridas?, ¿cómo apoyar a quien se encuentra en un conflicto de deberes y deseos, para que no sea destrozado?
Cuando algo es verdaderamente importante reclama mayor respeto. Por ello es necesario —como sostiene Martini— partir de una casuística de los casos límite (atender caso por caso), para no tratarlos con ligereza, ni condenarlos con leyes universales. Y es que para el Nuevo Testamento no es la vida física la que cuenta, sino la vida que Dios comunica. La metáfora laica del rostro, una instancia irrefutable, inspirada en el filósofo católico Levinas, es lo que existe en común entre católicos y laicos.
No se puede clamar por el “derecho a la vida”, en general, sin que resulte ser un congelado, estéril y ofensivo gemido impersonal.

16 marzo, 2016
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