Era tan hermosa la frase que rápidamente la volvimos lugar común: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Con esta pícara advertencia Gabo se dio el permiso para jugar con el género autobiográfico en Vivir para contarla, el primer tomo de sus memorias que publicó hace ya una década y dos años.
Fallecido el día de hoy, presuntamente a consecuencia de una neumonía por la que fuera internado el pasado 3 de abril, el colombiano Gabriel García Márquez nunca llegaría a publicar la segunda parte de su autobiografía, dejándonos no una historia incompleta sino una abierta, para que sus lectores terminemos de contarla con nuestros recuerdos.
García Márquez nació en Aracataca, Colombia, el 6 de marzo de 1927. A su infancia en aquel pueblo del Caribe dedicó el escritor buena parte de Vivir para contarla y, como no es ningún secreto, buena parte de su obra: el realismo mágico, que se convirtió en sinónimo de García Márquez y de aquel boom latinoamericano que tanto ironizara el mexicano Ibargüengoitia, nació entre la Ciénega y la sierra cataqueras.
Cuarenta años después de haber nacido, Gabo publicaba en la Editorial Sudamericana el libro que le daría fama mundial y, quince años después, el Premio Nobel de Literatura. Cien años de soledad figura en la historia de las letras latinoamericanas como hito literario pero también, como debe ser en este Macondo que se extiende del Bravo a Tierra del Fuego, como anécdota de lo improbable real.
Rechazada por varias editoriales y finalmente publicada por un editor que se fascinó con la prosa de la novela leyendo su segunda parte –García Márquez no tenía dinero para pagar el envío del texto completo y envió la mitad equivocada–, hoy Cien años de soledad es considerada una de las obras más importantes de la literatura universal y es además un éxito de ventas.
No sé cuánto de ese éxito de ventas sea un éxito de lecturas, ya es sabido que algunos libros tienen el destino de ser trofeos en un estante y no compañeros en el sillón. Según recuerdo –y así lo cuento–, leí por primera vez la novela hace unos diez años, cuando era un estudiante de bachillerato. La mía era una edición revolucionaria –¿cubana?, ¿nicaragüense?– que mi padre se trajo de alguno de sus exilios, las páginas amarillas como –¿me atreveré al símil bobalicón?– mariposas.
Como tantos, a mitad del libro me encontraba prisionero en una telaraña de Aurelianos y José Arcadios, así que arranqué una hoja del cuaderno y, hasta donde pude, puse orden en aquel desconcierto que mi directora de la secundaria llamaba Cien personajes y más. Cuando años después me compré mi edición conmemorativa por los cuarenta años de la publicación, desempolvé aquel mapa del laberinto.
Claro, algún becario de la Real Academia, o algún empleado de Alfaguara, me había adelantado: la edición conmemorativa trae ya el árbol genealógico de los Buendía, la familia que termina en la séptima generación “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”. Nunca pude terminar mi relectura: es un libro cada página más triste, como una versión novelada de Las venas abiertas de América Latina. Nunca he podido disociar estos libros.
Un ticket de Tienda UNAM puesto a modo de separador acusa que me quedé en la página 318.
En 2004, García Márquez publicaba su último libro, Memorias de mis putas tristes, novela donde la pedofilia alcanza un estatus de ternura. Recibida con frialdad y fracasada estrepitosamente en su versión cinematográfica, Memorias… cayó en un tiempo en que lo políticamente correcto vuelve a imponerse sobre lo estético y aún lo onírico. Pero hay amor en la historia del nonagenario que compra la virginidad de una adolescente, quizá demasiado amor: la novela cede más por lo meloso que por lo sórdido y nos muestra a un escritor cansado, a quien las facultades se le escapan.
En su propia autobiografía –Vivir, 2012, minimalista en la misma medida en que es pródigo su periodismo–, Julio SchererGarcía relata su último encuentro con el escritor. A mi parecer con pésimo gusto, Scherer divulga la penosa situación de su amigo: senil, preguntando por gente muerta, incapaz de usar un lápiz, desconociendo a su interlocutor. Ya se sabía que la salud de García Márquez era delicada, pero las revelaciones de Scherer fueron como un ensayo de obituario.
El encuentro Scherer García-García Márquez tuvo lugar en la casa del Nobel en la Ciudad de México, donde el autor cataquero ha vivido sus últimas cinco décadas. En esos cincuenta años y ya antes Gabo fue el paradigma del escritor latinoamericano comprometido, del que no escribe sino vive el drama de Nuestra América. Hoy ya no está de moda comprometerse, es más fácil ironizar sobre los ideales que defenderlos.
En estos tiempos en que nuestro Olimpo literario es colmado por los cínicos, la obra de Gabo nos recuerda que sólo hay auténtica belleza donde el escritor es desgarrado por la vida, donde lo real maravilloso no es retórica sino dolorosa inmersión.
He mencionado sólo dos libros de García Márquez pese a que su obra es extensa. Los redactores de obituarios correrán a Wikipedia para dar una lista más o menos; yo quiero hacer una lista íntima, de lo que significan sus libros en mi vida y no en el catálogo editorial de Diana.
Cien años de Soledad – Es el único libro que he abandonado porque su lectura me producía una tristeza tan física que no pude seguir.
El general en su laberinto – Nunca he leído una obra extensa sobre la vida del Libertador, pero leí de un tirón esta novela histórica sobre su muerte.
El amor en los tiempos del cólera – El ejemplar que leí se lo dedicó mi madre a mi padre antes de que yo naciera. Hace malabares constantes para no hundirse en la cursilería y, a mi juicio, lo logra.
Doce cuentos peregrinos – Contiene uno de los cuentos más hermosos –“El rastro de tu sangre en la nieve” – y el más escalofriante –“Sólo vine a hablar por teléfono”– que haya leído.
Vivir para contarla – Una fascinante autobiografía, llena de claves de lectura para su obra.