El discurso de la histeria,
no es simplemente lo que dice una histérica,
sino un cierto tipo de lazo social
en el que puede inscribirse
cualquier sujeto que tacha al amo.
Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis.
Desde los filósofos griegos clásicos y los padres de la medicina griega (Hipócrates o Asclepos), hasta el siglo XVII, la histeria es concebida como una enfermedad del útero (ta hysterika pathé), que cuando se mueve por su cuenta produce sofocación, afonía, epilepsia y un sin fin de malestares. Así, la matriz de las solteras y las viudas es concebida como una pobre vagabunda. Esta es la posición de Hipócrates, considerado por el orden médico occidental, el legítimo padre de la medicina.
Pero estamos, en realidad, no ante un pensamiento médico, sino político, que asume que una mujer debe estar sometida a un hombre, como el cuerpo al alma. En palabras del gran Aristóteles: “[…] el alma gobierna al cuerpo con la autoridad de un amo, y el intelecto gobierna al deseo (orexis) con la autoridad de un hombre de Estado o un rey […] La relación del varón con la mujer es por naturaleza (physis) la del superior con el inferior, del gobernante con el gobernado”. (Aristóteles, “Política”, Obras, Aguilar, 1973, I, 6 y 7).
Según Françoise Héritier, estamos ante una complementariedad de los sexos en la desigualdad que todavía prevalece en nuestros días en las sociedades tradicionales y como ideología de la dominación en las metrópolis. La clasificación dicotómica, por pares de opuestos, valora aptitudes según los sexos: macho/hembra, hombre/mujer, ciudadano/esclavo, maestro/discípulo, hombre/animal, blanco/negro (Héritier, Masculino/femenino: el pensamiento de la diferencia, Ariel, 1996).
A partir de san Agustín, el origen de la histeria ya no está en la matriz, sino en la fuerza revolucionaria de la mujer: la posesión puede ser divina o demoníaca. El éxtasis, los trances, las convulsiones, los estigmas en el cuerpo y las visiones, deben ser ahora calificados por los teólogos. La histeria ya no es una enfermedad, sino un hechizo, una posesión demoníaca o una experiencia mística, que debe ser interpretada por los sabios y los teólogos a partir del manual Malleus maleficarum (Martillo de las brujas). De esta forma se pasa del saber al poder, del médico al exorcista, de la medicina al poder político, que manda a la hoguera a las brujas. Aunque también se reconoce la posesión del Espíritu divino, que desea manifestarse en las santas.
Pero la histeria, desde la antigüedad hasta nuestros días, es más bien el rechazo al poder político y religioso, a la dominación irracional de la “cultura patriarcal”. Ciertamente el diagnóstico de histeria sustituye al de la posesión demoníaca. Sin embargo, el saber teológico se duplica y se potencia con el orden médico.
Basta recordar a Juana de los Ángeles, la famosa priora de Loudum, después de ser condenada a la hoguera, recorre Francia mostrando sus estigmas, que Jean Martin Charcot, el original maestro de Freud, diagnostica como “poseída histérica”. Por ello, Pierre Janet y Joseph Breuer llaman a Teresa de Ávila “patrona de las histéricas”. Lo que permite comprender el debate, lamentablemente, exclusivamente entre hombres, que todavía no termina, en torno a si se trata de una santa o de una histérica.
El caso más discutido fue el de Madelaine, nombre clínico con el que la bautiza Pierre Janet en su libro De la angustia al éxtasis (1928). Una mujer que padece y exhibe las cinco heridas de la pasión de Jesús, además de una contractura que la hace caminar de puntitas, y quien vive toda su vida en el anonimato entre los pobres.
Con la psiquiatría, la histeria alcanza la noble categoría de neurosis. En 1769, Cullen acuña la palabra neurosis para designar esa falla, y desde la corriente organicista considera que se debe a una lesión cerebral. Con la psiquiatría dinámica, la histeria proviene de una fuerza que instaura un trastorno funcional, lo que la convierte en una psiconeurosis, con un síntoma esencial: la fuerza subversiva como síntoma esencial, manifiesta en la falta de unidad y de fijeza en la identidad.
De de aquí en más sus diversos nombres: personalidades múltiples, simultáneas o sucesivas, teatralidad, fabulación inconsciente, mitomanía, doble conciencia y ahora, gracias al último grito de la moda gringa, confundida con la “bipolaridad”.
La American Psychiatric Association (Asociación Americana de Psiquiatría), eliminó el diagnóstico de la histeria de su nomenclatura y la sustituyó en 1980 por multiple personality disorder (desorden de personalidad múltiple), que cambia en 1994 por “trastornos disociativos de la identidad”. Y con el DSM5, Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, certificado con cinco estrellas, ya podemos reconocer mundialmente con precisión, como digo con ironía en mis conferencias, el trastorno de la personalidad 3.1416. Todo menos la escucha al pie de la letra del discurso de quien demanda ayuda a su sufrimiento. Sólo allí se va a poder saber lo que está pasando, pues si podemos alcanzar alguna una verdad será en el decir mismo.
Como se puede apreciar, la psiquiatría conserva la pregunta del teólogo: ¿poseída o santa? Aunque enmascarada: ¿enferma o manipuladora? Sigmund Freud, quien considera haber descubierto la dimensión inconsciente de la vida subjetiva inventa el discurso y la práctica del psicoanálisis, va mucho más allá de la psiquiatría al reconocer que la histeria es “todas las enfermedades y ninguna”, pues es un problema ético y no médico, porque es la expresión de la dificultad de reconocer el propio deseo e impugnar el deseo del amo, quien quiera que fuera (padre, madre, esposo, maestro, jefe, sociedad, Estado, Dios, tradición, moral social, etc.).
Más tarde, desde su retorno a Freud, el psicoanalista y pensador francés Jacques Lacan, sostiene que la histeria es un discurso que pueden articular tanto mujeres como hombres para impugnar el poder del amo, donde quiera que se encuentre. Así, el discurso de la histeria encarna y revela la imposible posición del amo. Una impugnación que produce un saber: que el amo es falible, porque el dominio siempre pretende administrar el goce, por lo que la histeria encarna en sus padecimientos el rechazo de su cuerpo a los dictados del amo (Lacan, El reverso del psicoanálisis, Paidós, 1992:107-112].
El discurso de la histeria impugna el saber oficial, el saber del amo, para inventar otro saber a partir de poner en duda el saber del amo-maestro-dictador. Un nuevo saber que el amo quiere ignorar y que no es igual al saber del discurso universitario, que es un saber establecido que debe ser impuesto a los estudiantes, y cuya verdad debe ser transmitida, sino un saber hacer que aspira a ser permanentemente renovado, para que no se convierta en una técnica dominante y de dominación.