Dice Roger Waters en “Time” que aguardar desde la silenciosa desesperación es el estilo inglés. No está hablando de fútbol, pero podría perfectamente estarlo haciendo. Al menos podría estar hablando de la selección inglesa de fútbol durante los últimos cuarenta años.
Aunque se haya coronado por consigna, mediante despojo, por franca obra de piratería, la selección campeona de 1966 era según todos los testimonios un cuadro poderoso, ofensivo, digno de levantar la Copa sin ayuda. Acaso alcanzó su máximo nivel no durante el Mundial en casa (dada la obligación de ganarlo a como diera lugar), sino cuatro años después, en México. Medirse en condiciones de neutralidad ante el Brasil de Pelé y Tostao, y ante la Alemania de Beckenbauer y Müller, situó debidamente la calidad y la grandeza de aquella oncena encabezada por Gordon Banks, Bobby Moore y Bobby Charlton, sin importar que perdiera con ambas potencias en un par de partidos memorables.
A partir de ahí, quizá el mejor elogio que pueda hacerse de la selección de Inglaterra es que ha encontrado un variado repertorio de maneras de aburrir y decepcionar, siempre en ese orden. Primero, aquel paréntesis de tedio y violencia que enmarcó durante dos décadas el período de esplendor de los hooligans, iniciado por la ausencia inglesa en Alemania 74, y concluido por la ausencia inglesa en Estados Unidos 94. Luego el advenimiento de la generación dorada, que auguraba para los británicos toda suerte de venturas, y que se diluyó sin que pudieran levantar absolutamente ningún título en los torneos donde participaron; y eso a pesar de que todo el mundo coincidía en el impresionante potencial de su plantilla, misma que entre 1998 y 2010 incluyó apellidos como Beckham, McManaman, Scholes, Ince, Owen, Gerrard, Lampard, Rooney… El ascenso, esplendor y ocaso de dicha generación, coincidió con el fenómeno todavía vigente de la Premiere League como la más democráticamente competitiva, la más unánimemente virtuosa, la más generalizadamente espectacular de toda la élite europea. Pero esas virtudes, elogiadas y reconocidas a escala planetaria, jamás llegaron a volverse norma en el representativo nacional; de hecho más bien brillaban siempre por su ausencia a la hora buena, así en las Eurocopas como en los Mundiales.
Hace cuatro años parecían soplar vientos favorables para un cambio. Jubilados los últimos miembros de la generación dorada (ya para entonces más lastre que estímulo), y contagiadas las principales potencias del primer mundo futbolístico europeo por la influencia del exitoso jogo bonito a la española, Inglaterra se presentó en Brasil con una promoción de nuevos valores, que dieron ante Italia quizá el mejor partido de toda la primera ronda. Se fueron sin alcanzar los octavos de final, pero con los mejores augurios, dada su juventud; sólo que el fracaso en la Euro de hace dos años trajo el relevo en el banquillo técnico, y una situación de inestabilidad, indefinición y rigidez que hoy fue más que palpable ante los tunecinos.
En la Volgograd Arena de la antigua Stalingrado, parecía como si uno estuviera viendo una repetición del partido del sábado, entre franceses y australianos, sólo que con los uniformes teñidos. Resultaba evidente que Inglaterra era mejor por historia y plantilla, tuvo algunas llegadas, se fue arriba apelando a su eterna seña de identidad: el juego aéreo. Y luego llegó el pantano. El empate de Túnez puso a los ingleses contra la pared, o más bien los atrapó en medio de un asfixiante y monótono laberinto, apuntalado por el heroísmo de Túnez, pero erigido sobre todo por su propia impotencia. Obtuvieron la victoria ya sobre el tiempo de compensación, otra vez mediante un remate de cabeza, cuando a todas luces la falta de arrebato, la ofuscación creativa, la escasez de recursos colectivos y de osadía individual, les pincelaba en el rostro el resignado acatamiento de pasar a ser, lo mismo que en sus últimos diez ciclos mundialistas, no más que cita fugaz de un tema de Pink Floyd: another brick in the wall. Otro ladrillo en la misma monótona e infranqueable pared.
Veremos si los tres puntos inciden de manera positiva en estos jugadores y este técnico, les sacan aunque sea algún pálido dejo marinero a lo John Silver, a lo Francis Drake, a lo Lord Jim. Porque la verdad es que hoy, cuando la zozobra comenzó a tornárseles kafkiana, estos muchachos parecían más bien burócratas de banco londinense, tomando el té con una mezcla de apuro y tedio porque se les hacía tarde para regresar a la oficina y al reloj checador.