Revoluciones


La zurda autista

Por  César Aalan Ruiz / @CesarAlanRuiz

(19 de febrero, 2014).- Se trata de una izquierda enamorada de sus palabras y de sus símbolos. Suele acariciar imaginarios de los Sóviets, entre panfletos hechos con mimeógrafo y los treinta números revisados sobre foquismo guevarista. Está orgullosa, así que se cachondea un poco: mientras define sus apetitos entre montañas de libros complicadísimos sobre la teoría del valor, se felicita por ser tan ella. Va por allá y se atasca con poesía combativa, que suele ser mala; luego acude a textos consagrados por el martirologio, que tienden a ser buenos: debemos admitir que la pluma de los vencidos es siempre mejor que la de los vencedores.

Esa izquierda es narcisista y presuntuosa, aunque se canse de decir en sus discursos que “hay que estar siempre al lado del pueblo”. Cree, muy en el fondo, que tod@s necesitamos ser guiados. Eso sí, por las ideas “correctas” que obviamente solo ell@stienen. Eso conduce a otra de sus características: se divide en todas las interpretaciones posibles, defendiendo centímetro a centímetro cada palabra de su programa que, en caso de pasarse por alto, llevaría a cualquier discurso a caer como un castillo de naipes teórico. Por eso suele parecer antipática y petulante: no negocia, impone.

Esa izquierda que se contenta con ser erudita, es casi siempre un desastre comunicativo: siempre pretende decir todo de una sola vez, aunque nadie entienda. Puede hablar por horas y no se cansa, aunque no le pongan atención luego de un tiempo. Quiere llevarnos al terreno que domina, que es el de las citas de frases y ediciones de sus autores favoritos: escucharles remite a sacerdotes en querella por la interpretación de la palabra divina, acaso porque para ellos, ser __________ (inserte su línea y/o corriente: socialista, espartaquista, anarquista, marxista, marxiano, marxista-leninista, izquierdista, etc.) no es una opción política, sino una religión. Por eso les gusta darse golpes de pecho ante la menor provocación: “yo si hablo del plusvalor absoluto y la dialéctica materialista”. Claro. Y a nadie le significa esa opinión fuera de esa menudita casta de sabios en que se mueven quienes así hablan.

Es pues un gueto de izquierda, autoritario y neurótico, que hace mas caso a lo que aparece en sus páginas amarillentas que a lo que surge frente a sus ojos. Cuando la gente común se reúne para solucionar problemas concretos, gustan ir a recordarles que no tienen una idea de lo que hacen, ni porque creen que lo hacen. Recuerdo que en la asamblea de #YoSoy132 organizada en las Islas, algunos conocidos que bien cubren este perfil solo podían repetir que “de todos los que tomaban la palabra nadie sabía nada”, o que “ninguno había llevado la crítica a fondo” y que “no se lograría ni un poco alimentando la dinámica de esa aberración burguesa”.

Ya en la discusión de trabajo, aplicaron su discurso de cajón y causaron recelo: ingenuamente pensaron que se debía a un “encubrimiento generalizado de la lucha de clases”. La verdad simple es que no comunicaban, no emocionaban y no incluían. Dejaban claro a cada paso que había que vivir mal, ser agresivos e irreconciliables para llevar adelante su proyecto. Al final del día, quienes se fueron sin comprender nada fueron ellos: no identificaron que había personas reales con deseos de aprender a cambiar las cosas, no los obreros de overol azul sobre los que leyeron y que para ellos es el único sujeto político viable.

Es muy triste que esa izquierda hace más por su programa político que por sus vecinos: es solidaría con el otro que está en la sierra de Oaxaca, mientras ignora al otro que lo interpela de frente. Habla de organizar, pero no trabaja con sus comunidades: si lo hiciera, entendería que decir “compa” o “la banda” no significa que te la juegas con tu gente. Porque es a esas personas –quienes pueden apoyar causas justas pero que no tienen “formación política”– a las que terminan juzgando con más rigor: “mira, toman Coca-Cola, tienen automóvil, quieren salir de vacaciones: son unos enajenados”. Tal vez muchos se alejan porque el subtexto de esos mensajes es que vivir como lo sugiere esa izquierda no es que todos vivamos mejor, sino que todos vivamos peor.

En términos ideológicos, esa izquierda no está en la discusión pública. ¿Qué significa eso? Bueno, pues que está ausente de la deliberación colectiva para la toma de decisiones. Han hecho poco en ese campo: tal vez no han reparado en que el papel que cumplía el partido “formar ideológicamente, cohesionar en torno a su programa” ahora lo cumplen los medios de comunicación: hoy con ver el periódico que lleva bajo el brazo una persona podemos deducir su postura política. Por otro lado, se promueve una costosa ingenuidad, pues aparecer en medios no es igual que estar en la discusión. Por ejemplo, salir en una entrevista de televisión con un listón de presentación que diga “Anarquista” en lugar de con un nombre propio, diluye cualquier fuerza de un discurso: se exhibe al entrevistado como un animal de circo y se le escucha como una excentricidad o un accidente, no como un potencial compañero. Esa clase de situaciones son la huella de la perversidad mediática que visibiliza solo a condición de que sirva al espectáculo, no para mostrar el abanico abierto de la realidad.

Para cerrar, solo debo agregar que ser ideólogo significa poner nombres a las cosas y crear imaginarios. Es construir argumentos que la gente asume como propios y que les sirven de munición en sus charlas cotidianas. Hacer ideología es por eso conformar una cohesión que compite en el campo de batalla, no solo hablar, escribir o actuar para satisfacer una extravagancia. Esa izquierda puede crecer si no hay que ser un santo-sabihondo-algo-triste para estar con ella; romperá muchos de sus límites cuando regrese a ponerle nombres a las cosas, nombres que le hagan sentido a las personas: la batalla más grande ha sido siempre por el sentido común.

19 febrero, 2014
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