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Los niños guerrilleros de la Tierra Caliente

Emmanuel Gallardo Cabiedes@manugallardo77  El Toque

En medio del operativo, el policía federal sacó su navaja y la clavó despacio en la herida de bala de aquel hombre. ¿Te duele?, preguntó con sorna, mientras su víctima se ahogaba en lágrimas y en gritos silenciados con un trapo sucio dentro de la boca. A su lado, sentado y con la cara cubierta por su propia playera, Miguel, un niño de 16 años también detenido en el operativo, veía a través de la tela de su camiseta como el policía torturaba a su compañero. Era la mañana del seis de enero del 2015 en el centro de Apatzingán, Michoacán, cuna del cártel de los Caballeros Templarios.

Miguel

Tras quince días de la toma de la alcaldía por parte de un grupo de autodefensas, agentes federales retomaron en la madrugada el ayuntamiento local y horas después reventaron a punta de metralla una manifestación en la que varios integrantes del extinto grupo comunitario de élite G-250, exigían la captura de los responsables de la muerte del hijo de Hipólito Mora, fundador de la autodefensas, así como la detención de Servando Gómez, “La Tuta”, líder del cártel de Los Caballeros Templarios, recientemente aprendido el pasado 27 de febrero en la tenencia Morelos, en Morelia.

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                                                            Palacio Municipal de Apatzingán

El saldo de día de reyes: nueve personas muertas, cuatro heridos y 48 detenidos; cuatro de ellos menores de edad que fueron liberados horas más tarde con el mayor de los sigilos, Miguel incluído.

Pero este grado de violencia y sadismo no es novedad para este niño delgado, moreno, con manos inmensas y brazos rasguñados por su trabajo como cortador de limón. Miguel, así como otros adolescentes michoacanos con edades similares, es un veterano combatiente de las fuerzas de autodefensa michoacanas, capaz de manejar, limpiar, armar y desarmar rifles de asalto AK-47, G-3 y AR-15. “El G-3 es facilito de desarmar”, dice con desenfado. “Namás se le sacan tres pasadores y listo”.

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Manos de cortador de limón

Su bautismo de fuego fue el año pasado en la tenencia Las Cruces, localidad de mil 500 habitantes que comunica al municipio de La Huacana con la cabecera municipal de Tumbiscatío. Una mujer delató a una célula de templarios que iban a comer a su puesto de garnachas. El grupo de Miguel se abrió en abanico. Él y su “patrón”; el coordinador de la escuadra autodefensa, quedaron en medio de la formación de avanzada. Al darse cuenta de su presencia, los templarios comenzaron a dispararles ráfagas de AK-47 mientras huían hacia un arroyo.

Miguel se tiró instintivamente al suelo y quedó petrificado. Las balas le pasaban tan cerca que las escuchaba zumbar sobre su cabeza. Fue el tronido del Cuerno de Chivo de su patrón lo que pudo sacarlo del shock. Miguel se puso boca abajo, apuntó hacia el arroyo y vació la “placa” de su cuerno, que de inmediato recargó mientras se parapetaba detrás de un árbol con el corazón a punto de salirse del pecho. Miguel jamás volvió a paralizarse en un enfrentamiento.

Dentro de la serranía michoacana los combates librados por los comunitarios del G-250 eran intensos. Fueron ellos los que le abrieron brecha a la Marina cuando definitivamente abatieron a Nazario Moreno “El Chayo” el 9 de marzo del 2014. En otra ocasión, el fuego disparado por los Caballeros Templarios era tan tupido y a dos flancos, que Miguel y sus compañeros tuvieron que ser apoyados por “el bolillo”, un helicóptero artillado de la Marina que desde el aire disparó sobre las posiciones templarias. La acción de los marinos fue oxígeno puro para los comunitarios emboscados que pudieron avanzar y adueñarse de los fusiles, parque y equipo abandonado por los contrarios batidos en retirada.

La actitud y el valor mostrados aquel día le valieron a Miguel un chaleco blindado, rodilleras, casco y botas “de federal”. Desde entonces el adolescente ha combatido en 10 enfrentamientos a lo largo y ancho de la Tierra Caliente michoacana.

Dice Miguel con los ojos aguados que no se explica cómo el gobierno ahora los criminaliza, cómo los llama un nuevo cártel, si fue su grupo (G-250) quien siempre encabezó los operativos con las Fuerzas Federales. Cuenta que cuando las personas lo ven así de armado, se sorprenden. “La gente dice: “Mira nomás cómo anda ese morrillo de ajuareado (armado). Está re chiquitillo.” Yo sólo les contesto que hay que luchar por nuestra gente. ¿Cómo chingados quieren que yo reaccione si los templarios me mataron a mis tres tíos? Ellos me criaron junto con mi abuelita, amigo”. Su mirada es rojiza, desafiante.

La voz se vuelve más de niño, más frágil cuando le pregunto por sus estudios: ¿Dónde quedó la escuela, Miguel? La respuesta es automática: “No viejón, mi escuela quedó muy lejos. Sólo llegué hasta cuarto de primaria”.

Camilo

Dice un corrido que “en la sierra michoacana, no sólo la yerba crece; también crecen pantalones, que a las escuadras sostienen” y Camilo es la estampa perfecta de esas líneas.

Sus ojos castaños rodeados de largas pestañas son como un distintivo en las personas del Valle de Tierra Caliente, así como las manos y los antebrazos rajados en pequeñas cicatrices, típico en los jóvenes cortadores de limón.

Camilo tiene 17 años y una pistola escuadra con cachas de madera fajada dentro del pantalón y que cubre con cierto disimulo, casi con pena. Me dice que cuando se unió a las Guardias Comunitarias, el negocio de crianza de chivos con el que su familia se sostenía ya había quebrado. Los Caballeros Templarios lo exprimieron con una extorsión que empezó con tres pesos por cada kilo de chivo que vendieran a los comercios de tacos de la población vecina.

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“Camilo”, 17 años. Menor autodefensa que combatió con el grupo G-250 al lado de Fuerzas Federales.

Los taqueros compraban animales de hasta 80 kilos y la cuota templaria subía cada semana. Cuando su familia no pudo pagar más, gente del cártel no tardó en secuestrar a su padre y golpearlo hasta casi matarlo.

Por eso, cuando los cohetones anunciaron la entrada de las Guardias Comunitarias a su pueblo, el muchacho no dudó en unirse. Su emoción era más grande que el rencor. Camilo se sintió orgulloso de ser parte de la historia, del cambio. Confirmó que hacía lo correcto cuando varios militares y policías federales le pedían que se tomara fotos con ellos antes y después de las tomas de comunidades.

“Vamos a tomarnos una foto, cabrones!” Le gritaban los federales. “Esta es otra revolución!” Los soldados le explicaron que ese momento era histórico porque hacía años que no se veía un movimiento así.

Camilo y su rústica “taquera”, escopeta de chispa de un solo tiro a la que se le echa la pólvora por la punta del cañón, departían entre uniformes verdes y azules cuando el romance del gobierno federal y las autodefensas comenzaba.

Los meses pasaron y Camilo cambió la vieja taquera por un Cuerno de Chivo, trofeo de guerra tras un enfrentamiento; luego un AR-15 que intercambió con otro autodefensa. Fue armado con este rifle a principios del 2014 que Camilo y el G-250 arrinconaron en la sierra de Tumbiscatío a Nazario Moreno, “El Chayo”, uno de los jefes principales del cártel de los Caballeros Templarios. “Lo estuvimos correteando y se lo aventamos a la Marina por la zona de Las Cruces, por el lado de Nueva Italia”. El 9 de marzo del 2014 marinos mataron a Nazario Moreno gracias a la presión intensa ejercida por las autodefensas cerro abajo.

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Desde los 12 años este niño sufrió los robos y abusos de los Caballeros Templarios. En la imagen el adolescente muestra una cicatriz que le dejaron los Templarios tras haberlo robado y golpeado con una manguera llena de arena.

Las noticias anunciaron la caída del capo y el reconocimiento oficialista a las Fuerzas Federales. Ningún medio de comunicación mencionó al grupo de Camilo. Nadie reconoció la labor del G-250.

Para el joven autodefensa la “tracatera” (balacera) más intensa fue en Apatzingán, un día antes de hacer el registro de sus armas en abril del año pasado. “Yo estaba detrás de la llanta de una camioneta. Las balas llovían por todos lados; traspasaban la lámina. Pensé que ahí quedaría. Alcancé a salir con pedos, gallo, porque el chaleco está muy pesado”.

En ese enfrentamiento Camilo sintió por primera vez la impotencia y el dolor por haber perdido a dos amigos. “Cuando los ves tirados es horrible. Sientes que se te enchina el cuero, hermano. Es una tristeza horrible, una impotencia y un coraje horrible”.

Esa misma impotencia y ese mismo coraje es lo que el joven combatiente siente ahora contra el gobierno: “Nos dejaron solos. Yankee (clave del subsecretario de Seguridad Pública, Adolfo Eloy Peralta Mora) ya no nos venía a ver. Nos bajamos de la sierra de Tumbiscatío porque nos dejaron sin comida, sin gasolina para las camionetas. Ya ni la cubana (María Imilse Arrué Hernández, terapeuta sexual encargada de reclutar elementos de la Fuerza Rural, según el reportaje especial de Daniela Osorio Cabrera, publicado en La Silla Rota el 19 de enero del 2015) venía a pedirnos nuestra firma en papeles que nunca supimos bien qué eran, porque según ella se tardaría mucho en explicarnos”.

La inminente emboscada le llegó al G-250. “Nos agarraron a papazos (granadas de alto poder explosivo calibre 40×46 lanzadas de un sólo tiro), y gracias a dios no alcanzaron a explotar, solo se inflaron y quedaron prensada en la parrilla de la troca. Hubo muchos heridos por esquirlas en las manos, otros baleados, pero ningún muerto. Pensamos que nos matarían a todos”.

Fue ahí cuando según Camilo, el G-250 no soportó más la falta de apoyo del gobierno. “Nosotros les hemos estado haciendo el trabajo que es responsabilidad de ellos y no nos daban ni parque. Fuimos a juntas a Morelia para hacernos exámenes de sangre y drogas y nunca nos llegó el cheque. Por eso quemamos las playeras de la Fuerza Rural, porque nos sentimos usados, como un trapo que ya no seca. Por eso quemamos las camisetas. Por eso tomamos el palacio en Apatzingán. Para que la gente volteara a ver otra vez el Valle de Tierra Caliente”.

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Cartel Apatzingán

La madrugada del seis de enero Camilo dormía dentro del Palacio Municipal de Apatzingán, cuando entre sueños escuchó los gritos de los hombres que estaban de guardia. Les estaban disparando. Camilo salió a su camioneta que hacía de patrulla y vio a uno de sus compañeros tirado en el suelo. “Yo miré cuando nos disparaban, gallo. Miré como el M-60 sacaba lumbre el hijo de su puta madre. Estábamos cinco atrás del rin de una Cherokee. Yo no traía mi rifle y sin él me sentía muerto. Los federales nos tiraban como de aquí, a la barda”. Camilo señala una pared a unos 30 metros de distancia.

Según la versión oficial, civiles armados agredieron a personal federal durante el desalojo de la presidencia municipal de Apatzingán.

Camilo dice que cuando fue detenido encaró a un militar: “¿Es esta la forma en la que nos pagan?” El militar, uno de tantos con los que departió en sus inicios de comunitario cuando traía la escopeta taquera, lo miró con desprecio. “Yo a ti ni te conozco”.

La rabia e indignación hirvieron en la sangre del adolescente comunitario.

“¿No me conoce? Yo estuve tragando con usté en la sierra de San Francisco! ¿Cómo chingados no me voy a acordar de usté si es el único soldado que trae lentes! ¿Qué onda, “treintas”? (término usado por los comunitarios con que se referían a los policías federales) ¿Qué mamadas son estas? ¿Así nos están pagando todo el trabajo que hicimos por ustedes?

La realidad michoacana luce fragmentada para estos cortadores de limón que han combatido en defensa de su tierra y sus familias. Ahora enfrentan una guerra donde su grupo es constantemente señalado como un nuevo cártel liderado por los hermanos Sierra Santana, líderes desmovilizados del G-250 conocidos como Los Viagras.

Camilo sólo espera que su esfuerzo pueda ser reconocido. Que el gobierno reconozca la labor que hicieron él y su grupo en una región donde ahora se puede salir a la calle por la noche sin temor a ser “levantado”. Dice que no quiere volver a sentirse utilizado por quienes saben bien que fueron ellos, el grupo que más acción tuvo en los combates libertarios de la Tierra Caliente.

25 noviembre, 2015
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