Cuando el estadio Ocean de Le Havre hervía, con el dolor de la eliminación y la nostalgia del que seguramente será su último Mundial, Marta logró evadirse. Brasil acababa de perder contra Francia por 2 a 1 en el alargue. El público local deliraba con la clasificación. Y sin embargo, como si tuviera la pelota en los pies y esquivara defensoras, como si estuviera frente a la arquera y recurriera a su frialdad para definir, la brasileña dijo las palabras mágicas:
“Es un momento especial y la gente lo tiene que aprovechar. La gente pide tanto, pide apoyo, pero también tiene que valorar. La gente está sonriendo acá y creo que eso es lo primordial: llorar al principio para sonreír al final”.
En los minutos que estuvo frente al micrófono, emocionada, siguió: “Cuando digo eso es querer más, entrenar más, estar lista para jugar los 90 y todos los minutos que sean necesarios. Eso es lo que pido para las niñas. No va a haber una Formiga, Cristiane o Marta para siempre y el fútbol femenino depende de nosotras, de todas, para sobrevivir”.
El planteo de la número 10 responde a un momento particular. El crecimiento del fútbol femenino se está dando a nivel global: cada vez los estadios reciben a más gente, en muchos países el deporte se está profesionalizando y la FIFA acompaña y busca potenciar ese crecimiento. La preocupación de Marta es el futuro.
La pregunta es válida, entonces: ¿qué ocurrirá con las nuevas generaciones de futbolistas que jugarán con mayores libertades y al mismo tiempo gozarán de beneficios que las actuales jugadoras no tuvieron? ¿Valorarán la historia y el sacrificio o disfrutar de los nuevos escenarios las transformará en mujeres menos comprometidas?
Brasil es uno de los países donde el fútbol estuvo prohibido. En 1941 y a través de una ley, el presidente Getulio Vargas sacó a las mujeres de las canchas de fútbol. Sus argumentos fueron biologicistas: el fútbol podría traerles problemas de fertilidad, cáncer e incluso generarles depresión. La intención era que cumplieran con lo establecido: la maternidad, los roles de cuidado, las tareas domésticas.
Tuvieron que pasar 38 años para que las mujeres pudieran volver a patear una pelota. Es cierto, en ese periodo algunas se rebelaron y lo hicieron igual, a escondidas o en pueblos ignotos. El veto finalmente se levantó en 1979, con la apertura democrática en el país.
A eso se refirió, quizás, Marta. La número 10 es la máxima goleadora de la historia de los Mundiales con 17 tantos (en el fútbol de varones, el alemán Miroslav Klose tiene 16, por ejemplo) y fue elegida seis veces como mejor jugadora de la FIFA.
Para llegar hasta aquí recorrió un largo camino. En Dois Riachos, Alagoas, su lugar en el mundo, ahí donde nació, los varones la discriminaban. Le decían que ella no era normal. Hasta sus hermanos la encerraban en su casa para que no jugara. Cuando eligió seguir el camino del fútbol se mudó de ciudad. De Dois Riachos viajó a Río de Janeiro para iniciar su carrera en el Vasco da Gama. Sufrió el destierro.
Marta nació siete años después de que se levantara la prohibición. Sus compañeras, las otras experimentadas de Brasil aquí en Francia, vivieron recorridos parecidos.
Formiga tenía un año cuando el veto dejó de existir. Cristiane tenía seis.
Ninguna de las tres -quienes hayan jugado posiblemente su última Copa del Mundo- tuvo como referencia a mujeres futbolistas. ¿A cuántas jugadoras les habrá matado el deseo la proscripción? ¿Cuántas cracks brasileñas habrán quedado en el camino con la ambición de ser algo que no estaba permitido? ¿Cuántas Martas, Formigas o Cristianes se habrá perdido de ver el fútbol mundial?
Brasil se despide de Francia con la certeza de que la obligación de las mujeres allí es defender el territorio conquistado: sembrar fútbol femenino por todos lados, valorar lo logrado y resistir para que aquello no vuelva a pasar jamás.
Telesur