Imagen de El Diario NY
David Pavón-Cuéllar
Indígenas asesinados, agredidos, robados y detenidos por la policía
El pasado miércoles 5 de abril, en la comunidad purépecha de Arantepacua, los policías asesinaron al menos a cuatro indígenas desarmados: Santiago Crisanto Luna, de 39 años de edad; Francisco Jiménez Alejandre, carpintero de 70 años de edad; Luis Gustavo Hernández Cuenete, de 15 o 16 años, alumno en primer año de Bachilleres; y José Carlos Jiménez Crisóstomo, de 25 años, casado, con una hija y estudiante de enfermería en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Los cuatro murieron por efecto de las balas disparadas por la policía. En uno de los vídeos que han circulado, escuchamos los disparos y las voces de los agentes, entre ellas una que repite frenéticamente: “¡ya cayó uno, ya cayó uno!”.
La versión oficial es que los cuatro indígenas murieron en un supuesto enfrentamiento con la policía. Pero lo cierto es que no hubo exactamente un enfrentamiento, sino más bien una agresión contra los comuneros por parte de un espectacular destacamento de 400 agentes y un centenar de vehículos policiales, incluyendo 78 camionetas, 21 patrullas, 3 camiones y hasta un carro blindado tipo “rinoceronte”. Este ejército arremetió sobre la comunidad indígena con la mayor brutalidad y sin mediar ningún diálogo. Según los testigos, los policías no sólo dispararon indiscriminadamente sobre los comuneros, sino que derribaron puertas y quebraron cerrojos, allanaron decenas de casas sin orden judicial, robaron joyas y dinero, y golpearon a mujeres, ancianos y niños.
¿Cómo explicar la violencia de los policías que se precipitaron de pronto con balas y golpes sobre los comuneros de Arantepacua? Las autoridades y sus incondicionales medios informativos ya se apresuraron a ofrecer dos justificaciones. La primera es que se necesitaba el despliegue policial para la recuperación de una veintena de vehículos particulares, la mayoría de ellos de carga, que habían sido retenidos por la comunidad como una estrategia de presión para conseguir la liberación de 38 comuneros detenidos pocas horas antes en Morelia. Esta justificación, aunque admisible, no explica nada: ni por qué se descartó el diálogo, ni por qué el despliegue policial fue tan desproporcionado, ni por qué los policías activaron sus armas de fuego contra indígenas indefensos. Quizás para excusar todo esto, se ideó una segunda justificación: que el crimen organizado se había infiltrado en la comunidad y había disparado sobre los policías. En este caso, uno se pregunta por qué los policías activaron sus armas de fuego precisamente contra los comuneros desarmados y no contra los criminales armados, y por qué incurrieron en sus demás abusos y actos ilegales contra la población civil. Una vez más, la justificación oficial resulta insostenible e indefendible, por no decir tonta y ridícula, y tan sólo demuestra el desprecio de nuestros gobernantes, no sólo por nuestra vida y nuestros derechos, sino también por nuestra inteligencia y nuestra capacidad de raciocinio.
A falta de una respuesta oficial aceptable, seguimos preguntándonos por qué murieron los comuneros de Arantepacua, por qué la policía los asesinó y por qué incurrió en sus demás agresiones criminales contra otros habitantes de la comunidad. Intentaremos dar algunas respuestas a estas preguntas al reunir algunas piezas del rompecabezas de lo sucedido.
Más allá del conflicto entre Arantepacua y Capácuaro
Recordémoslo: si la policía llevó a cabo su operativo en Arantepacua, fue oficialmente porque debía recobrar los veinte vehículos que la comunidad había secuestrado para forzar a las autoridades a liberar a 38 comuneros detenidos. Ahora bien, si los comuneros fueron detenidos el martes 4 de abril en Morelia, fue supuestamente porque habían secuestrado un autobús y habían obstruido las vías de comunicación durante movilizaciones con las que buscaban presionar al gobierno en un conflicto de tierras en el que Arantepacua se opone Capácuaro. Este conflicto existe y ha sido también argüido para explicar la muerte de los comuneros de Arantepacua. Sin embargo, aunque tengamos aquí al fin una razón admisible, no hay que olvidar que los comuneros no fueron asesinados por habitantes de Capácuaro, sino por miembros de la policía del estado.
El conflicto entre Capácuaro y Arantepacua es por 520 hectáreas boscosas, ricas en pino y encino, que son reivindicadas por ambas comunidades. Hoy en día Capácuaro es la propietaria de esas tierras, pero Arantepacua interpuso recientemente un recurso legal con el que intenta reapropiárselas. Como lo han reconocido las autoridades y sus medios informativos, hay un decreto presidencial de 1984 que atribuye las tierras a Capácuaro. Lo que significativamente se ha omitido es que hay un convenio anterior, firmado en 1941 ante autoridades agrarias y protocolizado en el Registro Agrario Nacional (RAN), con el que las tierras eran equitativamente repartidas entre las dos comunidades. Tal convenio, según los comuneros de Arantepacua, se habría ocultado para obtener el decreto posterior y hoy se ocultaría de nuevo para favorecer a Capácuaro y para perjudicar a Arantepacua. Esto último parece verosímil, pero es difícil confirmarlo. De cualquier modo, aun si no fuera verdad, las agresiones policiales de los días 4 y 5 de abril han dejado claro que los poderes gubernamentales estatales y quizás también federales tienden efectivamente a ser hostiles a la comunidad de Arantepacua. Tal vez la razón de esta hostilidad se encuentre en los recientes posicionamientos políticos de la comunidad.
Arantepacua se ha ido posicionando en un amplio movimiento que lucha por la autonomía indígena, por el derecho a la autodefensa y contra esa enorme hidra capitalista en la que discernimos las cabezas de organizaciones criminales, de grandes empresas destructoras del medio ambiente, de partidos políticos tan corruptos como el PRI, el PAN y el PRD, y de los inseparables gobiernos neoliberales de Enrique Peña Nieto en México y de Silvano Aureoles en Michoacán. Este peligroso monstruo depredador ha empezado a ser valientemente desafiado por los comuneros de Arantepacua, lo cual, desde luego, no podría ocurrir sin consecuencias. La comunidad estaría pagando por su valentía.
Los pueblos originarios que se obstinan en vivir
El valiente posicionamiento político de Arantepacua se ha puesto de manifiesto especialmente en los últimos cuatro meses. En diciembre de 2016, la comunidad participó en el Primer Encuentro de los Pueblos Originarios de Michoacán, realizado en la comunidad autónoma originaria de Cherán K’eri, y suscribió junto con otras comunidades indígenas “anticapitalistas y honestas” un documento en el que decidían “construir su autonomía y libre determinación, sus propias leyes y sus propias instituciones como pueblos originarios”, después de atribuir sus “sufrimientos, dolor y tristeza” a “las políticas públicas del mal gobierno, los partidos políticos, el crimen organizado y los grandes ricos nacionales e internacionales”. Tan sólo dos meses después, en febrero de 2017, se difundía la noticia de que Arantepacua, bien amparada por tratados internacionales y por artículos referentes a la autonomía indígena en la Constitución Mexicana, dispondría en breve de una ronda comunitaria como la de Cherán, una especie de autodefensa compuesta de comuneros armados.
En los últimos dos meses, Arantepacua dejó clara su alianza con las comunidades insurrectas de Cherán, Pichátaro y Aranza, las tres herederas del espíritu de resistencia del guerrillero y revolucionario purépecha Casimiro Leco López, “Churhú”, quien luchó en ellas, hace más de cien años, contra gobernantes y empresarios que saqueaban los recursos forestales de la región. A diferencia de la bien conocida experiencia de autonomía de Cherán, los casos de Aranza y Pichátaro son prácticamente desconocidos. Baste recordar aquí la actual movilización de los comuneros purépechas de Aranza, con el apoyo de la Escuela Normal Indígena de Cherán, para exigir al Ayuntamiento mestizo de Paracho el cumplimiento de acuerdos y la realización de obras públicas. En el caso de la comunidad también indígena de Pichátaro, hay que referirse a su lucha para independizarse del ayuntamiento mestizo de Tingambato, el cual, al igual que el de Paracho en relación con Aranza, parece olvidar a las comunidades indígenas, discriminarlas y destinarles menos recursos.
Después de las agresiones del 4 y 5 de abril, Arantepacua ha sido abiertamente respaldada por diversos compañeros de trinchera: el Consejo Supremo Indígena de Michoacán, que denunció “la represión y criminalización de los pueblos originarios de Michoacán”; el Gobierno Comunal de Cherán K’eri, que se pronunció enérgicamente contra el gobierno y su “política de terror, desprecio, indiferencia y odio hacia las comunidades originarias”; y hasta el EZLN y el Congreso Nacional Indígena, que expresaron su coincidencia con Arantepacua y otras comunidades indígenas en “la indignación, el hartazgo y la decisión de no dejarse matar, despojar, dividir o comprar”. Estas muestras de solidaridad nos permiten vislumbrar todo lo que está en juego en la valiente lucha de Arantepacua y en las agresiones policiales que ha sufrido. No se trata evidentemente ni de un litigio territorial bien localizado ni tampoco de un conflicto por la recuperación de vehículos retenidos ni mucho menos de una consecuencia de la supuesta guerra entre el crimen organizado y el gobierno michoacano. De lo que se trata es de una batalla de la guerra histórica de más de quinientos años entre los pueblos originarios, que se obstinan en vivir, y aquellos conquistadores, empresarios, políticos y criminales que se han dedicado siempre a despreciarlos, marginarlos, explotarlos, despojarlos, oprimirlos, violentarlos, destruirlos, matarlos.
Recrudecimiento de la guerra contra los indígenas
La ofensiva racista contra los indígenas se ha intensificado notablemente durante los gobiernos de Enrique Peña Nieto en México y de Silvano Aureoles Conejo en Michoacán. Estos dos personajes acomplejados, que pretenden elevarse al despreciar a los indígenas y al vender su país al mejor postor extranjero, son aliados lo mismo en su guerra contra los pueblos originarios que en la reforma educativa y en la entrega de los recursos naturales para el saqueo por empresas europeas, canadienses y estadounidenses.
En lo que se refiere a la ofensiva del gobernador michoacano contra los purépechas, hay que hacer al menos un breve recuento de algunos hechos que preceden las agresiones contra Arantepacua: el 20 de noviembre del 2015, un comunero de Santa Fe de la Laguna fue detenido por sus presuntas acciones contra un partido político; el 17 de marzo del 2016, 12 indígenas de Capácuaro fueron encarcelados por manifestarse mediante una toma de carretera; el 24 de febrero del 2017, la defensa de tierras comunales por la comunidad Caltzontzin justificó el ataque de más de mil policías que hirieron a decenas de comuneros y encarcelaron a trece, algunos de los cuales permanecen aún en prisión. Finalmente, el pasado 3 de abril, el gobernador Silvano Aureoles Conejo resolvió desaparecer la Secretaría de Pueblos Indígenas en el estado de Michoacán, retirando así diversos servicios y apoyos con los que se compensaba una ínfima parte de todo lo que debemos a los pueblos originarios.
Es muy significativo que el gobierno michoacano haya decidido extinguir la Secretaría de Pueblos Indígenas tan sólo unas horas antes de atacar a comuneros de Arantepacua. Este ataque tan sólo resulta comprensible como un eslabón de la serie de acciones y decisiones contra las comunidades indígenas, especialmente contra aquellas que se han atrevido a resistir contra la estrategia destructora orquestada por los gobiernos de Peña Nieto y de Silvano Aureoles, dignos herederos de los conquistadores Hernán Cortés y Cristóbal de Olid.
Formas de matar
Como lo hemos podido apreciar, una de las comunidades que se ha decidido por la resistencia es Arantepacua. Su decisión le ha valido ciertamente la incursión punitiva de la policía, pero era la única opción digna después de más de quinientos años de sufrimientos acumulados.
Quizás valga la pena recordar que, en el siglo XVI, después de los saqueos y crímenes atroces de la conquista, los pobladores de Arantepacua, “dóciles y laboriosos”, no sólo eran explotados por sus encomenderos, sino que debían pagar al cura de Capácuaro “ochenta y dos pesos seis reales anuales y dos y un cuarto fanegas de maíz”. Posteriormente, a principios del siglo XVII, fueron obligados a dejar sus tierras y a instalarse primero en Cherán y Nahuatzen, y luego en Capácuaro, según los caprichos e intereses de los españoles. En los siglos siguientes continuaron sufriendo la explotación y el saqueo de la madera y de sus demás recursos naturales. Desde hace unos cincuenta años, la deforestación, la sequía, la falta de tierra y la creciente pobreza los ha obligado a emigrar masivamente hacia el norte. Muchas mujeres dejaron de bordar su indumentaria tradicional para tornarse costureras en maquiladoras de Tijuana, mientras que sus esposos, antiguos campesinos, se convirtieron en taxistas y ayudantes en la industria de la construcción. Desde luego que ni ellos ni ellas dejaron de ser pobres, marginados y explotados, pero al menos consiguieron escapar de la miseria más extrema, aunque al precio de ir perdiendo su cultura y sus tradiciones, a pesar de su obstinación en conservarlas a través de su organización Corazón Purépecha.
La migración forzada es ya una forma de muerte de los indígenas de Arantepacua: muerte de su cultura comunitaria y de la comunidad misma, es decir, de su particularidad ontológica, de aquello que les permite ser lo que son. La miseria de la que huyen los migrantes ha sido también una forma de matar a los comuneros de Arantepacua, matándolos poco a poco hasta cercenar sus vidas antes de tiempo, pues ya sabemos que los más pobres tienen una esperanza de vida considerablemente inferior al promedio de la población. Hay que decir, por cierto, que en el municipio de Nahuatzen, en donde se encuentra Arantepacua, 81 por ciento vive en la pobreza y 36 por ciento en extrema pobreza. Y lejos de disminuir, la pobreza de este municipio se ha agravado en los últimos años. Lo mismo ha ocurrido con la migración, lo que resulta comprensible, pues hay que insistir en que los comuneros no huyen por gusto, sino para huir de la pobreza.
Digamos que los indígenas de Arantepacua son crecientemente asesinados: se les mata cada vez más al empobrecerlos, ya sea porque la pobreza los hace perecer prematuramente, o bien porque los hace emigrar y así morir como indígenas al perder la cultura y la comunidad que los hace tales. Como hemos visto, al sublevarse contra estas muertes que se les imponen, los comuneros de Arantepacua se han unido al amplio movimiento de los indígenas que se han empecinado en vivir a pesar y en contra de la estrategia de muerte que ahora tiene una forma capitalista neoliberal y rostros como los de Silvano Aureoles en Michoacán y Enrique Peña Nieto en México. Y este crimen de aferrarse a la vida, como también lo hemos visto, es el que hace que se les agreda, que se les encarcele, que se les hiera y se les mate, hoy con balas, tal como ayer se les mató con espadas y arcabuces, y tal como se les ha matado siempre de hambre y de miseria.
Al menos en cierto sentido, todo es demasiado simple: se quiere matar a los indígenas que desean vivir. ¿Cómo perdonarles que se mantengan aferrados a la vida? Quizás haya que aceptar que fue por esto que murieron los comuneros de Arantepacua. Se les habría liquidado porque su comunidad se empeña en seguir viviendo.