Corazón 3.0


Rusia 1(4), España 1(3): Lágrimas en la lluvia

Que nos acompañe en la crónica, la meditación y el estupor Joaquín Sabina:

“No voy a negarte que has marcado estilo, / que has patentado un modo de andar. / Sin despeinarte por el agudísimo filo / de la navaja de esta espídica ciudad”.

Cuando apenas al minuto 12, y sin que al partido le pasara demasiado, cayó el gol que le daba a España la ventaja en el marcador, parecía que todo estaba en su sitio. El empantanamiento, los fallos en los pases, la escasa creatividad y la imprecisión de los ibéricos, resultaban íntegramente atribuibles a la tensión consustancial a los inicios de partido en la eliminación directa. Y, cumplida esa necesaria etapa de trámite, llegaba la normalidad. En una jugada a balón parado, no obstante el flagrante penalti que estaban cometiéndole, y apelando a su indomable carácter, Sergio Ramos había sacado (al parecer) un remate increíble, cayendo de espaldas y con el recio veterano Ignashévich encima.

Todo en orden hasta ahí en apariencia, repito. España pareció por unos breves instantes comenzar a jugar mejor; Rusia pareció resignarse a cuanto de antemano traía agendado como inevitable; la tribuna comenzó a hacer la ola, decidida a mantener el ánimo festivo para agradecer que los suyos hubieran llegado más lejos de lo que jamás nadie imaginó.

“Sabías hacer turismo / al borde del abismo”.

Pero bastó que la televisión repitiera con tomas a detalle las incidencias del gol, para que comenzáramos todos a entender cuál cosa era la que estábamos realmente viendo, y cuán lejos estaba de lo que habíamos creído ver: cuán distantes iban a quedar hasta el fin de la jornada nuestras suposiciones y los hechos. No había sido Ramos quien había mandado la pelota al fondo de las redes, sino el propio Ignashévic con el talón, mientras lo fauleaba .

Y el gol no propició que España procediera a jugar finalmente como España, sino justo lo contrario. España procedió a jugar a partir de ahí como lo habría hecho cualquiera que no fuera ella. Tocaba y tocaba el balón, pero sin ningún género de ambición, imaginación ni de trascendencia, como si lo que le interesara fuera más bien contribuir burocráticamente a que los minutos transcurrieran con la mayor tersura posible en pos del silbatazo final.

“Pero creo que, de un tiempo a esta parte, / te has deslizado al lado marrón. / Tú, que eras un maestro en el difícil arte / de no mojarte bajo un chaparrón”.

La inoperante monotonía de los españoles nada debía a peculiares méritos defensivos por parte de su adversario; ni a masivos amontonamientos  que durante anteriores versiones la Furia Roja no hubiera tenido ya que enfrentar, no se hubiera ya mostrado solvente para superar y resolver. Las reducidas virtudes y las enormes limitaciones de Rusia habían sido expuestos a plenitud durante la primera ronda, y no es que en esta oportunidad haya revelado algún valor añadido, alguna sorpresiva novedad. Durante sus dos primeros encuentros (ante Arabia y Egipto), Rusia mostró a tope para lo poco que le alcanza, mientras que en su tercer encuentro Uruguay se encargó de exhibir de sobra lo mucho para lo que no.

El único que, con cierto aire de involuntaria comicidad, parecía tomarse en serio y en solitario alguna opción para la epopeya local, era el simpático gigantón Dzyuba (ya una de las obligadas estampas emblemáticas de esta Copa), enfrascado cuerpo a cuerpo en franca riña de taberna moscovita con Ramos, cada que algún balonazo le era lanzado desde la zona de resguardo de su equipo.

Hasta que, entre la indolencia burocrática del previsto cazador, y el aislado, humorístico antiheroísmo de la prevista presa, hizo su aparición el accidente. Mano de Piqué dentro del área a cinco minutos del final del primer tiempo; penalti bien marcado; gol de Dzyuba.

1-1 al descanso. Y la sorpresa en el rostro de los aficionados rusos antes como intriga que como estupor (no hablemos ya de esperanza). Todos asumimos que la normalidad quedaría restituida a poco de reiniciada la segunda mitad y, si acaso, nos conformamos con agradecerle a Dzyuba que sus osadías fueran a obligar a España a salir de la modorra, de la fealdad, de la comodidad, del tedio.

“Buscando en la basura / un gramo de locura”.

Y España intentó reaccionar en el segundo tiempo. Pero no como el artista a quien una imprevista conmoción lleva a acometer con renovados bríos la obra inconclusa. Más bien con el enfado de la hermosa secretaria a quien, ya aprestándose para la hora de salida, le han llenado el escritorio con una no prevista pila de papeles para llenar y organizar, y quien desde la distancia le dedica una rencorosa mirada al reloj checador.

En México, Javier Hernández suele convertirse en un delantero que estorba más que ayuda en su afán de participar del juego. España tuvo todo el torneo en Diego Costa al delantero que estorba más que ayuda por su absoluta incapacidad para participar del juego. Si, apenas ingresó Andrés Iniesta, la Furia Roja comenzó a recuperar varios de sus rasgos reconocibles más entrañables, fue la sustitución de Costa por Aspas lo que consiguió que España volviera a tener otra vez el rostro de España. Pero a esas alturas (corría el minuto 80) había dejado ya transcurrir demasiados minutos, había dejado irse ya demasiado partido. Los rusos, así en la cancha como en la tribuna, aun cuando sus veteranos tuvieran toda la traza, como edificio estalinista,  de estarse cayendo a pedazos, comenzaban a creer tímidamente en el milagro; y ella misma comenzaba a ver planear, dentro y encima de su cabeza, nubarrones de catástrofe. Pronto empezaría a llover.

“Dime que es falso que ya nunca escribes, / que has empeñado el reloj de Raquel, / que tu corazón no halla quién lo motive, / que has perdido siete kilos en un mes”.

Y llovió como dicen que llueve en Moscú. De súbito y a cántaros. Como para enmarcar las mayores tragedias y las más insólitas hazañas. Como para que los cuerpos de los vencedores se fundan anegados en un estatuario abrazo de desaliño y júbilo. Como para que las cortinas de agua les pongan telón de fondo a los cuerpos caídos y al cabizbajo abatimiento de los vencidos, concediéndoles la merced de que el agua les disimule en el rostro las lágrimas.

La repleta tribuna se pobló de plásticos, paraguas e impermeables. Y algo de infantil, serena insinuación de homenaje a la escalinata de “El acorazado Potemkin” de Eisenstein procedió a invadirla a medida que los minutos del alargue se consumían.

España intentó aún, de últimas, forzar a la mala lo que no había sido capaz de erigir a la buena; reclamando a los gritos una falta dentro del área; acaso con la intención de justificar a posteriori, frente al tribunal de las cámaras, su extravío y su naufragio bajo pretexto de un despojo. Luego sólo hubo tiempo para que De Gea, desde los once pasos, le pusiera el cerrojo a la catástrofe con la estadística de su personal drama: doce tiros al arco, diez goles recibidos.

Impensable fiesta rusa. La modesta y vetusta caballería cosaca continúa al galope por su mundial.

Dicen que el vestuario español estaba por completo dividido, desde antes incluso que la telenovela Lopetegui encendiera las alarmas. Sin embargo, hoy todos por igual, jóvenes y veteranos, madridistas o barceloneses, pro-Hierro o anti-Hierro, Iniesta o Ramos, Alba o Isko, terminaron por agradecer al unísono (aun cuando cada cual llorara por su lado) el generoso disimulo que les brindó la lluvia.

“¿Cómo te has dejado llevar a un callejón sin salida / el mejor dotado de los conductores suicidas?”

1 julio, 2018
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