La superficie de la tierra
Cacamatzin era hijo de Nezahualpilli que a su vez era hijo de Nezahualcóyotl. Los tres fueron tlatoanis, reyes, gobernantes de Texcoco. Los tres fueron, además, excelentes poetas. Hoy sólo recordamos la poesía de Nezahualcóyotl, pero su hijo y su nieto nos dejaron también hermosos versos que no deberíamos olvidar.
Cacamatzin conoció y sufrió la conquista de su tierra. Conservamos un poema suyo en el cual, según Miguel León Portilla, se narra la Matanza de Tóxcatl o del Templo Mayor. Antes de recordar a su padre Nezahualpilli y a su abuelo Nezahualcóyotl, Cacamatzin narra la fiesta de los aztecas inermes que fueron masacrados a traición por los españoles mientras celebraban una ceremonia religiosa.
Cacamatzin ofrece unos versos estremecedores en los que vemos cómo “envuelve la niebla los cantos del escudo, sobre la tierra cae lluvia de dardos, con ellos se oscurece el color de todas las flores, hay truenos en el cielo”. Todo esto sucede sobre la tierra, tlacticpac en náhuatl, donde justo antes, durante la fiesta, se nos había dicho que se encontraba la divinidad: “aquí sobre la tierra está el Dador de la vida”. Es entonces cuando entran en escena los dadores de la muerte, los españoles, mientras “con escudos de oro, allá se hace la danza”.
Los danzantes no podían protegerse con el oro que los cubría. El oro es blando, es para la paz y no para la guerra, para danzar y no para luchar, pero era precisamente por él que los conquistadores estaban ahí dando muerte. El mismo Cacamatzin fue torturado con astillas encendidas y con resina de pino derretida para que entregara los metales preciosos de Texcoco. El oro y la plata llevaron a torturar a otros, a matar a otros más y a provocar la muerte de muchos otros más.
Fueron miles, decenas de miles, centenares de miles, millones que murieron por la voracidad insaciable de los españoles. Hubo muertos por la espada, muertos ahorcados, muertos de hambre, muertos de agotamiento en las minas. Cacamatzin fue de los primeros que vio cómo la muerte cubría la superficie de la tierra, tlacticpac, ahí donde antes estaban la vida y el Dador de Vida.
Los asesinos eran aquellos españoles de los que Bartolomé de las Casas nos decía que sólo obedecían a su “insaciable codicia y ambición” y que “tenían por su fin último el oro y henchirse de riquezas”. Estos españoles inauguraron lo que el Chilam Balam llamó “imperio de la codicia”, el régimen de “robo” y de “ruina”, el “apresurado arrebatar de bolsas”, la “guerra rápida y violenta de los codiciosos ladrones” que provocó el “despoblamiento” y la “destrucción de los pueblos por el colmo de la codicia”, por el “colmo de los despojos”.
Los mayas, los nahuas y los demás nativos no entendían esa extraña sed de oro y plata por la que se les exterminaba en masa. Tampoco entendían, como lo sabemos por sus testimonios reunidos en la Visión de los vencidos, por qué se les ponía precio tasado en metales preciosos, por qué sus más bellas joyas se fundían en lingotes, por qué el oro y la plata valían más que sus formas artísticas, por qué valían más que la cultura, más que las personas, más que la vida humana y que la naturaleza. Los nativos no comprendían por qué todo tenía que destruirse para producir más y más lingotes o monedas. No entendían por qué el dinero muerto devoraba todo lo vivo.
El capital
En una palabra, los pueblos originarios de América no entendían el funcionamiento del capital. No entendían a ese monstruo europeo que Marx describía como un vampiro que succionaba todo lo vivo para convertirlo en más y más dinero muerto. No lo entendían al conocerlo en su prehistoria, en su acumulación originaria, en ese momento en el cual, según la famosa expresión de Marx, “el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros”.
Enlodado y ensangrentado, el capital sale de esas minas americanas que son las tumbas de miles, de millones de indígenas. El vampiro del capital surge del interior del tlacticpac, de las entrañas de la superficie terrestre, del reverso de ese lugar de la vida y del Dador de Vida que aparecía en el canto de Cacamatzin. Tras la vida, están las minas de las que se escapa el monstruo, la hidra capitalista que hoy gobierna el mundo y que amenaza con destruirlo, devorando todo lo vivo para seguir defecando más y más dinero muerto.
Para indagar los orígenes de la actual devastación capitalista del planeta, debemos remontarnos, retrocediendo hacia el pasado, primero a las riquezas de los bancos europeos, luego a los metales preciosos americanos de los que se nutrían esos bancos, después al saqueo español de esos metales en minas de México y Perú o Bolivia, y finalmente a lo que posibilitó el saqueo, a la colonización, la conquista y el descubrimiento de América. Llegaríamos así hasta el año funesto de 1492, el año que marca el principio de la devastación, pero también el principio de la resistencia contra la devastación. Esta resistencia cobró diversas formas en los pueblos de Latinoamérica, pueblos que lucharon sucesivamente contra los colonos españoles, contra las oligarquías criollas, contra el imperialismo estadounidense y contra el capital globalizado. Fue así como hubo en México las revueltas del período colonial, la gesta de Independencia en 1810, las guerras del siglo XIX contra los invasores extranjeros, una Revolución en 1910 y luego al menos un gobierno revolucionario consecuente, el cardenista, que se atrevió a defender las riquezas nacionales contra su expolio por al capital extranjero.
Lázaro Cárdenas tan sólo hizo lo que debía para no traicionar esa Constitución Mexicana de 1917 que fue una suerte de síntesis y sanción legal de las conquistas revolucionarias. Plasmando el espíritu de una Revolución Mexicana que fue también para detener el despojo comenzado en la colonia, el artículo 27 de la Constitución dice en su texto original que le “corresponde a la Nación el dominio directo de todos los minerales o substancias que en vetas, mantos, masas o yacimientos, constituyan depósitos cuya naturaleza sea distinta de los componentes de los terrenos, tales como los minerales de los que se extraigan metales y metaloides utilizados en la industria”, así como “los combustibles minerales sólidos; el petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos”. El mismo artículo precisa en su versión original: “Sólo los mexicanos por nacimiento o por naturalización y las sociedades mexicanas tienen derecho para adquirir el dominio de las tierras, aguas y sus accesiones, o para obtener concesiones de explotación de minas, aguas o combustibles minerales en la República Mexicana”.
Comprendemos la importancia del artículo 27 constitucional cuando recordamos la sed de oro y plata que animó a los conquistadores españoles, que los hizo destruir grandes civilizaciones, torturar a Cacamatzin, cometer un genocidio y abrir minas por todo el territorio mexicano. Después de los españoles, vinieron sus descendientes criollos, así como los empresarios ingleses y estadounidenses, todos ampliamente apoyados en el Porfiriato. Hubo también, desde luego, aquellos a los que ya mencionamos, quienes intentaron parar el saqueo, entre ellos algunos revolucionarios y constitucionalistas, pero siempre debieron enfrentarse a quienes querían perpetuar la subordinación colonial o neocolonial de México. Es la misma historia que se repite con ligeras variaciones en cada país de América Latina.
De 1492 a 1992
Pese a los esfuerzos de los pueblos latinoamericanos, siempre hubo traidores que se aliaron con los capitales extranjeros para perpetuar el despojo comenzado en 1492. Por ejemplo, en México, exactamente quinientos años después de 1492, mientras los movimientos indígenas protestaban por cinco siglos de saqueo, el presidente neoliberal Carlos Salinas de Gortari impulsó una ley minera que dejaba sin efecto el mencionado artículo 27 constitucional. Violando flagrantemente la esencia y los principios fundamentales de la Constitución Mexicana, esta ley revertía conquistas básicas de la Revolución e incluso de la Independencia Mexicana.
Como lo ha observado el constitucionalista Jaime Cárdenas Gracia, la ley minera de 1992 “fue diseñada para favorecer al capital nacional y al extranjero en detrimento de los derechos fundamentales de los mexicanos y de los principios económicos de nuestra Constitución”. El mismo experto considera que la ley de 1992 imponía una “orientación economicista en favor de las grandes empresas mineras tanto nacionales como trasnacionales en demérito de los derechos fundamentales de los mexicanos, principalmente de las comunidades indígenas y de los núcleos de población agrarios, así como de los derechos ecológicos y de los principios constitucionales previstos en los artículos 25, 26, 27 y 28 de la Constitución”. Todo esto quedó confirmado y evidenciado en lo que ocurrió con la minería mexicana desde 1992 hasta ahora.
Después de 1992, en las últimas tres décadas, hemos conocido el mayor pillaje de minerales en la historia de México. Violando la esencia de la Constitución Mexicana, los gobiernos neoliberales priistas y panistas de Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto entregaron en total 117 millones de hectáreas, más de la mitad del territorio mexicano, a empresas privadas nacionales y extranjeras, no sólo comprometiendo el presente, sino hipotecando el futuro de México a través de concesiones por varias décadas. Las tierras concesionadas alcanzaron un máximo de 35 millones de hectáreas en el sexenio de Felipe Calderón, pero aún hoy corresponden a 16.8 millones de hectáreas.
Las enormes concesiones de territorio se han saldado con altos índices de contaminación ambiental, con la irreversible destrucción de ecosistemas en todo el país, con despojo de tierras de comunidades campesinas y con el saqueo sistemático del subsuelo mexicano. Según los cálculos de Violeta Núñez Rodríguez, en sólo treinta años se extrajeron del territorio mexicano 798 % más oro y 167 % más plata que durante los 300 años que duró la Colonia. Esto quiere decir que México ha perdido anualmente casi 20 veces más plata y 80 veces más oro en el presente neocolonial que en su pasado colonial.
Exactamente como en los tiempos de la Nueva España, la inmensa mayoría de las nativas y los nativos de México no han obtenido ningún provecho de la riqueza mineral que se extrae del país. No importa que esta riqueza provenga de la tierra mexicana, que le pertenezca por ley al país y que sea extraída con el trabajo de mineros mexicanos. La realidad es que la riqueza minera no se ha quedado en México ni ha beneficiado a su población. Los únicos beneficiarios han sido grandes empresarios y especuladores del mundo entero, entre ellos algunos integrantes de la oligarquía mexicana, junto con los funcionarios corruptos que han hecho negocios con el pillaje neoliberal.
Con la excepción de unos pocos privilegiados, la inmensa mayoría de las mexicanas y los mexicanos hemos perdido para siempre las montañas de oro y plata que nos robaron en los últimos treinta años. Hemos perdido así para siempre una riqueza colosal que habría podido mejorar sustancialmente nuestras vidas, pero que se ha disipado en el sistema capitalista globalizado, aunque siempre al final concentrándose en los países más ricos, o, mejor dicho, en los países más enriquecidos a costa de los empobrecidos, a costa de los saqueados, como es el caso de México. La pobreza del pueblo mexicano, como lo muestra el ejemplo del oro y la plata, no es más que un efecto del saqueo, de la explotación, del empobrecimiento de unos para que otros pueden enriquecerse.
Oro dorado, negro, blanco
Lo que ha ocurrido con la plata y el oro es lo mismo que ha sucedido con las demás riquezas de México. Es lo que pudo evitarse que sucediera, al menos en parte y por un tiempo, con el oro negro, con el petróleo, que sirvió durante varias décadas para impulsar el desarrollo económico y para sostener programas sociales, educación pública, servicios de salud y otros derechos de la población mexicana. Lo que se consiguió con el oro negro quizás pudiera lograrse ahora con el oro blanco, el litio, que tiende a ocupar el lugar del petróleo en las nuevas tecnologías y en la transición hacia las energías limpias, ya que sirve para producir baterías recargables como las de computadoras, teléfonos celulares o automóviles eléctricos.
La creciente importancia del litio está fuera de cualquier duda, como lo evidencian diversos datos aportados por Violeta Núñez Rodríguez en su libro La batalla por el litio de México, entre ellos el aumento de 1500% de la extracción del mineral desde 1994, el incremento de los precios de las acciones de las empresas mineras que lo extraen o la reciente o inminente prohibición de la venta de vehículos de gasolina en varios países. Todo esto está bien documentado y no parece estar sujeto a discusión. Lo que sí parece discutible es que haya en México litio de buena calidad y en cantidad suficiente. Hay quienes lo niegan, pero Violeta Núñez Rodríguez nos aporta datos contundentes al respecto.
Para empezar, un organismo geológico estadounidense ha situado a México en el décimo lugar a nivel mundial por sus recursos de litio. Además, en 2019, Mining Technology declaró que México posee el yacimiento de litio más grande del mundo en Sonora, con 243 millones de toneladas, equivalentes a 4 millones de toneladas de carbonato de litio. Estas informaciones y otras más parecen demostrar la importancia de las reservas mexicanas de litio y nos permiten comprender por qué este asunto está en el centro de la agenda económica del actual gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
En el mes de abril se aprobaron y publicaron una serie de reformas a la Ley Minera por las que se nacionaliza la explotación, beneficio y aprovechamiento del litio. Leemos en el decreto gubernamental que “se reconoce que el litio es patrimonio de la nación” y “su exploración, explotación, beneficio y aprovechamiento se reserva en favor del pueblo de México”. También leemos que “se declara de utilidad pública el litio, por lo que no se otorgarán concesiones, licencias, contratos, permisos o autorizaciones en la materia”.
La reforma de López Obrador sólo viene a ratificar lo que ya está establecido en la Constitución. Esto ha hecho que la reforma sea juzgada inútil por muchos especialistas o comentaristas, pero experiencias como las del oro y la plata demuestran que a veces hay necesidad de respaldar el texto constitucional con leyes y decretos que expliciten sus principios e impidan que sean traicionados. Ya que aparentemente el artículo 27 podía malinterpretarse, hay que decir lo mismo de otro modo más claro, además de referirse explícitamente al litio, darle peso de ley a la esencia de la Constitución y considerar algunos puntos legales. Es lo que se ha hecho con la reforma, lo que no impedirá, desde luego, que haya primero, a corto plazo, un torrente de amparos y una complicada batalla legal, y luego, a largo plazo, argucias políticas y jurídicas para preparar nuevas traiciones a la Constitución y nuevos saqueos del país.
Guerra entre la muerte y la vida
Lo más importante ahora es saber qué pasará con las concesiones existentes, entre ellas la de Bacanora Lithium, que pertenece en parte a la minera china Ganfeng, la mayor productora de litio en el mundo. La importancia de esta concesión hizo que Violeta Núñez Rodríguez se interesara particularmente en ella, revelándonos, entre otras cosas, que proyecta una operación de litio a cielo abierto de 35,000 toneladas por año. El impacto ambiental de la minería a cielo abierto es bien conocido y debería ser una razón suficiente para detener el proyecto, pero sabemos que aquí sólo impera la despiadada lógica del capital que devora todo lo vivo para producir más y más dinero muerto.
La muerte será siempre el saldo final de la contabilidad capitalista. Aunque el vampiro se vista de verde, vampiro se queda. Lo suyo es alimentarse de sangre, de savia y de agua, y convertir estos líquidos vitales en los contaminantes que están envenenando y matando al planeta, hoy dióxido y monóxido de carbono, mañana mercurio, plomo e hidróxido de litio.
Sabemos que una minúscula pila de litio de reloj basta para contaminar 600 mil litros de agua. Sabemos también que el agua escasea cada vez más y que se requiere mucha para obtener un poco de litio. ¿Qué pasará con el agua del planeta y de la humanidad cuando se fabriquen las baterías de litio de millones de automóviles eléctricos pretendidamente ecológicos?
¿Entregaremos a la industria minera y automovilística el agua con la que se produce lo que nos alimenta? ¿Permitiremos que sus baterías contaminen las reservas hídricas del planeta? ¿Perderemos en México el agua potable que ya de por sí Nestlé, Danone, Coca-Cola y otras empresas nos roban para vendérnosla como si no fuera nuestra?
Quizás haya que morir de hambre y de sed. Como en el palacio de Midas, al final sólo habrá el veneno del oro blanco para comer y beber. Tan sólo quedará la riqueza de Ganfeng Lithium, de Bacanora Lithium, de One World Lithium.
Si al menos la riqueza permaneciera en México, si al menos fuera para nosotras y nosotros, pero no será así, al menos en lo que se refiere a las concesiones existentes, las cuales, al parecer, acaparan las tierras más ricas en litio del país. Habría que anular estas concesiones a empresas mineras para impedir que la riqueza del oro blanco parta de inmediato al continente asiático para después disiparse en el capital financiero y finalmente condensarse y reconcentrarse en Londres, Nueva York y otras capitales del capital. Si no lo impedimos, en México sólo quedará la contaminación y la devastación de la naturaleza, la muerte donde antes había la vida y el Dador de Vida, como ya lo deploraba Cacamatzin y como ha ocurrido incesantemente desde los tiempos coloniales.
Desde el siglo XVI hasta ahora, el territorio mexicano ha ido perdiendo a un ritmo cada vez más veloz no sólo sus riquezas minerales del subsuelo, sino también su riqueza biológica en el tlacticpac, en la superficie de la tierra. Nuestro país tiene cada vez menos diversidad en sus ecosistemas, cada vez menos bosques primarios, cada vez menos especies diferentes vegetales y animales. Aún queda mucho, como ese paisaje agreste que recorren Violeta Núñez Rodríguez y Ernesto Ledesma en Sonora para filmar su vídeo México: litio al descubierto, pero es precisamente ese paisaje, con todos sus seres vivos, el que fue concesionado por los anteriores gobiernos y el que ahora está en peligro por la minería a cielo abierto de las compañías mineras.
La gran cuestión, ahora, es si respetaremos o no las concesiones para el saqueo del país que fueron otorgadas al traicionar tanto nuestra Constitución como al pueblo mexicano. La otra gran cuestión es lo que pasará con otras concesiones mineras y con los demás minerales, entre ellos el grafito, que es otra promesa y amenaza para el futuro, como lo muestra Violeta Núñez Rodríguez en el capítulo que le dedica en su mencionado libro sobre el litio.
La batalla por el litio es tan sólo un episodio crucial de la guerra entre quienes aceptan y quienes rechazan el despojo capitalista de una riqueza que le pertenece al pueblo mexicano. Esta guerra entre el capital y el pueblo, esta borrosa expresión de la eterna lucha de clases entre la muerte y la vida, comenzó desde hace mucho tiempo, desde hace ya cinco siglos, y ha atravesado las fases sucesivas del capitalismo primero mercantil, después industrial y ahora predominantemente financiero. Año tras año, siglo tras siglo, hemos visto cómo la misma lucha reviste diferentes formas: entre los conquistadores y los nativos, entre los detractores y los defensores del colonialismo, entre los conservadores y algunos liberales, entre los porfiristas y los precursores de la revolución, entre los reaccionarios huertistas y los auténticos revolucionarios, entre el carrancismo y el zapatismo, entre el alemanismo y el cardenismo, entre el priismo y aquel viejo perredismo que no se había degradado en los años noventa, y así sucesivamente.