Raúl Linares / Revolucion 3.0
Desde mediados del 2013, narran habitantes de la colonia Lázaro Cárdenas que, en Tlalnepantla, Estado de México, los vecinos de la zona comenzaron a desaparecer, así, de repente, como si se los tragara la tierra. En esas “desapariciones” fugaces, encontraron que cada viernes, sábados y domingos, debían de guardarse al interior de sus casas para evitar ser absorbidos en esa marejada de terror y silencio.
En cada uno de estos episodios, dirigidos especialmente hacia comerciantes y pequeños empresarios, también notaron que sus bolsillos comenzaban a enflacar y sus parpados a colgarse de angustia. Junto a ellos, la impotencia comenzó cosecharse a raudales; se acumuló en la parte alta del estómago.
Caravanas de camionetas con vidrios polarizados, en cuyo interior viajaban hombres encapuchados y armados, se apostaban a las afueras de algún hogar que previamente han seleccionado. Esperaban. Por días hacían una amenaza, otra y otra, por allá la extorsión. Si las víctimas mostraban rebeldía para acatar las órdenes, no pasa ni una semana e inmediatamente lo secuestraban. Cuando el objetivo salía hacia el trabajo o las actividades cotidianas, a punta de golpes e insultos, lo introducían en la batea del vehículo. Arrancaba así, musicalizado el horror, un rechinido de llantas: “ahora si te cargó la chingada hijo”.
Entre casas escondidas, llamadas telefónicas amenazantes y la ignorancia de las autoridades en cuestión, los captores amagaban a la familia y les vaciaban todo lo que podían: casas, autos, dinero y joyas. Siempre solían barrer con lo más valioso. Durante el amago, además, solían amenazar a la víctima con volarle las orejas o alguno de los veinte dedos. Entonces… uno a uno, cargaban con su tragedia como podían. Cada semana decenas de familias enteras desembolsaron su “dinerito” para mantener a esas personas “sin escrúpulos” que sin más les exigían: “me debes 50 mil”, “100 mil” o hasta “1 millón de pesos”.
Los más cínicos habían creado un sistema de crédito: si alguno de los capturados no tenían dinero, constante y sonante, no había problema, podían pagarle a la mafia en abonos.
“Nosotros empezamos a notar que desde medidos del 2013, la ‘plaza’ comenzó a calentarse. Nosotros sabíamos de asesinatos y cosas relacionadas con el narcotráfico. Es decir, de repente ejecutaban a un narcomenudista y que luego venía un nuevo cártel y ponía a los suyos. El problema comenzó cuando se empezaron a meter con la gente de aquí; gente muy querida y conocida en la colonia. La verdad, hasta que iniciaron los secuestros nosotros (nos) dimos cuenta de la dimensión del problema que teníamos en las manos”, dice uno de los habitantes que pide el anonimato por motivos de seguridad.
Trepada en las faldas de la sierra de Guadalupe, donde todavía descansan las antenas de la televisora Proyecto 40, la colonia La Presa es conformada por un conjunto de casas grises, construidas con bloc desnudo encima de calles empinadas. Fundada hace poco más de cuatro décadas, la Lázaro Cárdenas está poblada por comerciantes y obreros provenientes del interior de la república. Todos conviven amontonados, como en un auténtica zona proletaria mexicana.
Si se pudiera describir con palabras simples, muy fácil sería decirlo: se asemeja a una inmensa favela brasileña, con su falta de espacios para el ocio y a un olvido que se la traga por la noches.
Ese olvido, sin embargo, se reventó el pasado 30 de junio, cuando varios vecinos se atrincheraron entre sus casas y aparecieron encapuchados, cargando revólveres, rifles y radios. Ese día, mediante un video y diversas notas periodísticas, anunciaron al mundo que iniciaban las operaciones del grupo de “autodefensas de la colonia La Presa”. Molestos, los alzados advirtieron estar “hartos de la delincuencia organizada” y denunciaron que, si el “gobierno (local) no atiende nuestras demandas en materia de seguridad, haremos justicia por nuestra propia mano”.
Ante el despliegue mediático y la expectativa que generó la existencia de un grupo de civiles armados a las orillas del DF, días después, el gobierno del Estado de México, encabezado por Eruviel Ávila Villegas, junto al presidente municipal de Tlalnepantla, Pablo Basañez, anunciaron la implementación de operativos federales en la zona. Varias patrullas de la Marina, dijeron, se harían cargo de la seguridad interna. Además, habitantes refirieron que helicópteros de la policía federal estuvieron, especialmente después a esa fecha, realizando a ras de suelo, patrullajes aéreos; por “si acaso espantaban a los perros”.
Junto a los pronunciamientos públicos y el miedo de que se extendiera el fenómeno de Tierra Caliente en plena área metropolitana, ambos funcionarios amagaron a que las acciones del grupo de “autodefensas” rayaban en la ilegalidad; amenazaron que serían perseguidos con todo el peso de la ley si andaban usurpando al Estado. En especial, el edil Basañez advirtió que todos los armados serían detenidos y acusados de pertenecer al grupo si portaban sus revólveres.
Ante el pánico que generó el impacto mediático –el miedo de que un área cercana al Distrito Federal se “michoacanizaran”–, inmediatamente el gobierno local implementó un operativo donde detuvo a dos presuntos “autodefensas”. Dentro de las acciones, algunos habitantes refirieron haber sido escrutados por elementos federales en la búsqueda de lo armados. El miedo emergió ahora por la ofensiva del gobierno.
Sólo ocho días después, Emilio Manzanilla y Justino Hernández, presuntos líderes del grupo, se retractaron de las acciones que levantaron tensión y angustia entre las autoridades. Un video colgado a la red, atestigua el repliegue: “jamás hicimos tareas de vigilancia que nos pudiera identificar como grupo de autodefensa”. Después, la nota se difuminó como por arte de magia y el periódico Reforma publicó los nombres y las caras de quienes la integraban. “Se molestaron porque ya no les dimos nota”, dijeron en una conversación privada.
Por su parte, el equipo de prensa del edil de Tlalnepantla, confirmó la extinción del fuego: “el presidente municipal no va a contestarte porque eso ya no es nota”.
La tragedia al tamaño de una cuadra
La geografía La Presa tiene una característica en particular que la diferencia de las demás colonias mexiquenses: con sólo cinco entradas, calles perdidas e irregularidad en la construcción de sus casas, forma cuadrantes imposibles, un inmenso laberinto en cuyas entradas ocurre una trampa para el extraño. No obstante, no sólo es difícil conocer y entender la lógica con que fueron construidos estos barrios. Cada uno de los habitantes, como si tácitamente formaran un pacto de silencio, rehúyen hablar de los problemas que aquejan a la comunidad.
En especial: el tema de la delincuencia es uno de los tópicos que queman los labios.
Dos semanas después de mi primera visita; dos semanas después de haber sido escaneado con los ojos puestos sobre mí, los habitantes de una sola cuadra decidieron que era el momento oportuno de contarme lo que han vivido. Uno de ellos, aclara, como el todo casi conjunto de testimonios, dudaban que no perteneciera a las caravanas del terror. Que uno no es policía que quiere buscar a la autodefensa. Que uno no es una vulgar rata…
‒Imagínate, si te decimos todo, capaz de que ellos lo leen y después vienen.
Ese es el caso de “Arturo”, quien, en su taller de pintura y hojalatería, en los últimos días se ha atrasado con su cuota para los “malos”. Vestido con su manchada ropa de trabajo, señala, ha perdido el sueño durante el último mes y medio. Lo dice parco, casi rejego, guardándose cosas para la intimidad.
Una banda de extorsionadores suele visitarlo con el objeto de despojarle con lo que ha construido con varios años de trabajo: primero le pidieron 50 mil pesos; después, como no pudo pagárselos de un solo tiro, le pidieron un coche. Pero el coche apenas les sirvió para “alivianarse” unos cuantos días. Ahora quieren 20 mil pesos más o, le advirtieron, lo secuestrarán y matarán.
Con más de doce horas de trabajo continuas y unas ojeras que carga en ese rostro alargado, a “Arturo” apenas le alcanza para pagar la escuela de su hija, medio comer, mantener a su esposa y pagar las consultas al médico. Ella está embarazada del segundo niño y, para los secuestradores, los problemas que cada quien cargue en el hogar es cosa que les “valen madre”. Al atrasarse de un “amigo”, le dijeron, tenía tres días para mandárselos. Al rehusarse a hacerlo, no por no querer, sino al no tener, un día antes de encontrarme con él, le dejaron un mensaje en uno de los vehículos desvencijados que tiene afuera de su casa: “Hola puto!!! Sigues tu”.
Esa es la misma suerte que comparte con varios de sus vecinos en un perímetro de cincuenta metros a la redonda.
Luis, por ejemplo, dice que si bien, a él no lo han extorsionado porque su negocio es chiquito; a menudo entran a robarle con una actitud “inocente”. Llegan en pareja, hombre y mujer, se hacen pasar como compradores, y después, así, sin más, se largan. “Yo creo que son los mismos que secuestran y asaltan”, dice. Porque estacionan un carro afuera, alguien los espera con el motor prendido, sustraen lo que quieren y se largan. “Hasta las niñas que luego se quedan a cargo cuando uno va a la tienda o a traer algo para comer, las han llegado a robar.”
Pese a todo se confiesa con suerte: aunque los robos son continuos y a veces doloroso económicamente, a él sólo se ha tocado ver cómo sus vecinos se desangran con el mismo flagelo pero a escalas mayores. Por ejemplo, a un comerciante de muebles que se encuentra a unos metros más arriba de su fuente de vida, vio cómo, por incumplir los chantajes, lo subieron a una camioneta y se lo llevaron. Aunque regresó con vida aquel anciano, lo dejaron sin habla y completamente bucólico.
El robo de algo o alguien es la consigna. Todo depende del nivel de vida que tengan las víctimas.
Gerardo, reparador de artículos electrodomésticos, sencillo y trabajador, le han robado la libertad de salir a la calle sin sentir ningún peligro. Habitante de La Presa desde hace más de cuarenta años, confiesa, nunca había sentido que la calle le estaba tan vedada como ahora. Sin existir una declaración de guerra o un toque de queda explícito, desde la siete de la noche, para “no meterme en problemas con nadie”, decide quedarse adentro de su casa. Ahí, desde un sofá instalado frente al televisor ve las horas pasar entre dramas. Aguanta. Al siguiente día, cuando abre su negocio, apenas se entera de ésta u otra calamidad: todo esto le confirma que no debe salir.
‒¿Usted también ha sido presa del crimen?
‒Así directamente no. Lo que uno sabe, es lo que sabe directamente de otros vecinos. AHORA, lo que sí, es que después de las siete de la noche ya no salgo. Cierro la cortina del local y luego ya no me dan ganas de saber nada. Sólo mis hijas que ya están más grandes, las han atrapado en el transporte. ¿Que se le va a hacer? Las cosas materiales se van pero con suerte regresan con vida.
‒¿Puedo citar su nombre?
‒No.
La escuela del crimen
Para Areli, una psicóloga que atiende en la parroquia del “Sagrado Corazón de Jesús”, preguntar por la autodefensa que surgió diez días antes, podría implicar un riesgo para ella y para mí. “Aquí nadie confía en nadie, y los criminales y el ejército andan así como tú, preguntando”.
Notablemente nerviosa y con la condición de no decir su nombre completo, la joven mujer señaló que en los últimos meses, no sólo el temor por el secuestro es algo que golpea al grueso de habitantes en La Presa. Para ella, todos los delitos –comunes o federales– se han disparado durante los últimos dos años, aunque, sostiene, provienen de una cultura de oprobio que se ha inoculado durante décadas. “Ahora cualquier chavito de quince o veinte años, agarra una pistola y dispara.”
Desde el punto de vista de la entrevistada por REVOLUCIÓN TRESPUNTOCERO, quien ha vivido en la colonia toda su vida, no hay duda del origen del fenómeno y suelta una hipótesis explicando de dónde proviene tanta descomposición: a finales de la década de los noventa y ochenta, en los barrios altos, los jóvenes tenían la costumbre de juntarse en pandillas y cerrar las calles para bailar. Esos jóvenes, en el transcurso de los años, se fueron matando unos a otros; los más afortunados, fueron migrando.
Al pasó el tiempo, todo volvió a tranquilizarse y, aunque nadie los prevenía, sus hijos, hoy vueltos jóvenes o adolescentes, volvieron a tomar el poder de las calles. El problema es que cuando lo hicieron, la delincuencia y el narcotráfico llegaron, circunscribieron el problema local y esa bomba de tiempo, sin más explotó dejando las secuelas que ahora se palpan en el hampa. De hecho, el robo apareció como su primera demostración de fuerza.
‒¿Cómo llegaste hasta acá?
‒En camión.
‒Bueno, ahí empieza todo. El transporte público que nos conecta con la estación de Metro Indios Verdes, es el primer filtro para darte cuenta de lo que está pasando aquí. Casi todas las personas de la colonia han sido asaltadas en los camiones. O, ¿tú te sentiste seguro ahí? ‒Pregunta. ‒He llegado a conocer gente que, en un mismo trayecto, han sido atacadas por dos grupos distintos en el mismo viaje; la gente se ha acostumbrado tanto a los asaltos que, una de dos, ya no cargan nada de valor o cuando vuelven a aparecer los insultan: “ya te ganaron el botín”.
Y no es fortuito. Según estadísticas del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP), señalan que a nivel nacional, se cometieron alrededor de 3 mil 16 robos con violencia en el transporte público de pasajeros. De ese suma, poco menos de la mitad, 1 mil 278 asaltos, ocurrieron en el Estado de México. Al menos el 90 por ciento de los infractores, menores de edad, son acusados o purgan condenas por robo. Por si fuera poco, paraderos como Indios Verdes, Pantitlán, Cuatro Caminos, Tacubaya, Taxqueña o Chapultepec, son los puntos de mayor tensión, pues tienen rutas que conectan con dicha demarcación.
‒¿Y qué acciones ha tomado la administración local para abatir este delito?
‒Bueno, en algún tiempo se instaló un retén a la entrada de la colonia. Los militares se dedicaban a acosar a los choferes por sus papeles. Algunas veces detuvieron a algunos borrachos. El problema es que la mayoría de nosotros viajamos al Distrito Federal, casi todos los camiones parten de ahí. ¿Pero qué pueden hacer? Aquí es el Estado de México. Casi siempre que la policía quiere actuar, de todos modos se enfrenta a dos cosas: que están mejores preparados que ellos, o, que los delincuentes fácilmente pueden escapar a la otra demarcación.
‒A ti, ¿te han asaltado?
‒Claro, hace dos semanas.
Equivocaciones
Salió como todas las madrugadas, rumbo a la carnicería, para después ir a traer mercancía. Enchamarrado y con una bufanda puesta sobre la boca, el frío de la madrugada le hizo cubrir media cara; apenas asomaba una rodaja del rostro. Ese día, cuando el sol todavía no clareaba, Óscar pudo notar que afuera de su domicilio había una camioneta en cuyo interior, dormitaba un hombre. Él no lo miró ni pudo distinguir de quién se trataba. Ni siquiera pudo notar de él una actitud sospechosa.
Dos horas después de regresar con una camioneta atizada de canales de res, cabezas de puerco y un enorme bulto de chicharrón prensado, Óscar se puso a trabajar como todos los días. Cortó bistecs y despachó chuletas. Nada fuera de lo ordinario. Las únicas personas con las que pudo cruzar palabras, fueron las amas de casa.
Sin embargo la tarde a veces trae malas noticias y premoniciones que, a más de un habitante de la colonia, lo hunden en el pánico y le desechan el ánimo como si fuese un objeto inútil, absurdo. Un inquilino suyo, pobre, fuereño, bucólico y sencillo, regresó a casa y le informó que esa mañana varios sujetos, cuando salía del domicilio le avisaron: “a usted ya se lo cargó la chingada”. Quiso correr y salvar su vida. Pensó por momentos, volver a encerrarse y ponerle la chapa dos, tres, cuatro llaves.
Aquel sujeto que en la madrugada dormitaba afuera de su domicilio, en verdad, iban en busca de Óscar. Pero la suerte a veces juega esas bromas macabras.
Confundiéndolo con él, el grupo de agresores lo llevaron a la orilla de la colonia, donde se pierden las casas y se pierde la ley. Una vez fuera de la camioneta, comenzaron a golpearlo. Un revés sobre las costillas, patadas en la espalda, quemaduras de cigarrillo y la presión: “ya saca la lana pinche Óscar, no te hagas pendejo, sabemos que te va muy bien con tu pinche negocito”, le decían al joven. Sollozando de dolor, atrapado entre esos sujetos, lloraba. “No mamen, yo no soy Óscar; se los juro”. Con métodos policiales, esperaban extraer de él una confesión, algo que les diera pistas para inculparlo de poseer más dinero del que se utiliza para sobrevivir.
Siete horas después de la tortura, la identidad del joven se perdió entre moretones, y ahora, el silencio de un episodio amargo, por fin fue liberado. Nadie pidió rescate por éste, porque al final de cuentas no era el “bueno”. Antes le quitaron todo objeto de valor. En veinte minutos regresó donde comenzó todo, buscó a Óscar y le dijo: “me secuestraron pensando que eras tú, yo ya no puedo seguir viviendo aquí y me voy para mi pueblo”.
Tomó sus cosas y nunca más se le volvió a ver; ya nadie disfrutó de sus “deliciosas” carnitas.