David Pavón-Cuéllar
Antisemitismo en la posguerra: revisionistas mexicanos y tacuaras argentinos
Un artículo anterior nos hizo remontar hasta los orígenes de la ultraderecha latinoamericana en la etapa de entreguerras y durante la Segunda Guerra Mundial. Este recorrido nos condujo finalmente a los tiempos en los que el moreliano Salvador Abascal Infante (1910-2000) lideró la Unión Nacional Sinarquista (UNS) en México. En los años siguientes, ya en el último tercio del siglo XX, Abascal Infante se dedicó a escribir una serie de libros, elocuentes ejemplos de revisionismo histórico de extrema derecha, en los que tergiversó toda la historia de México, repudió la Revolución “antimexicana” y atacó vehementemente al “marxista” Benito Juárez y al “comunista” Lázaro Cárdenas. A menudo, en estos libros y en otros más, Abascal Infante no consigue reprimir su furor contra los ateos, los socialistas, los masones, los demócratas, los capitalistas y los yanquis, todos ellos asimilados al “judaísmo” que emplearía el poderío estadounidense para obtener el dominio económico, político y cultural del mundo.
Salvador Abascal no ha sido ni el primero ni el único revisionista de ultraderecha en América Latina. Varios años antes de sus recién mencionadas falsificaciones de la historia de México, tenemos ya la obra cumbre latinoamericana del revisionismo y del negacionismo, Derrota mundial, escrita por otro mexicano, el furibundo antisemita y anticomunista Salvador Borrego Escalante (1915-2018). El voluminoso libro de Borrego Escalante, publicado en 1953, no sólo niega el holocausto y ensalza el nazismo, sino que profundiza en la tesis de la conspiración judeo-masónica-marxista para dominar el mundo, culpa de la Segunda Guerra Mundial al movimiento político judío y reinterpreta la victoria de 1945 como una “derrota de Occidente” frente al “marxismo israelita”.
La representación de los israelitas como siempre victoriosos permite poner al resto de los seres humanos como siempre derrotados. La derrota mundial, tal como es concebida en el discurso de Borrego Escalante, puede servir entonces para justificar el revanchismo y excitar la furia de los derrotados, fracasados, victimizados. Una vez más, como en los discursos de Barroso, Martínez Cantú y Abascal Infante, la furia es rencorosa y se vuelca principalmente contra unos judíos presentados como verdugos victoriosos.
El antisemitismo latinoamericano de la posguerra no sólo se manifestó en especulaciones conspiratorias. También tuvo manifestaciones más consistentes, más concretas y palpables, como fueron las acciones violentas de la última gran organización antisemita de América Latina, el Movimiento Nacionalista Tacuara de Argentina, que operó entre 1955 y 1965 con un ideario hispanista, católico, nacionalista y nazi-fascista furiosamente antijudío, anticomunista y antidemocrático, pero también antiestadounidense, anticapitalista y antiimperialista. Sus integrantes, mayoritariamente estudiantes jóvenes de las clases altas, defendían la educación religiosa, creían en conspiraciones judías internacionales como las fabuladas por Abascal Infante y Borrego Escalante, admiraban a Hitler y a Mussolini, utilizaban camisas pardas y saludaban con el brazo extendido. Sus acciones se dirigieron principalmente contra la comunidad judía y consistieron en profanaciones de cementerios, explosiones de bombas en sinagogas y ataques violentos hacia jóvenes de la comunidad, llegando hasta la tortura y el asesinato.
En 1964, después de que el joven militante judío comunista Raúl Alterman fuese asesinado por miembros de Tacuara, la familia de la víctima recibió el siguiente mensaje: “Nadie mata porque sí nomás; a su hijo lo han matado porque era un sucio judío”. La condición cultural del sujeto se presenta como causa de su muerte. La supuesta causa no es la furia mortífera del asesino, sino lo que la excita: el judaísmo de la víctima. Es, en definitiva, como si el joven judío fuera víctima de sí mismo. Tenemos aquí un ejemplo extremo de revisionismo histórico en el que la víctima termina convertida en verdugo.
Revolución Cubana y anticastrismo: la reconciliación de la ultraderecha latinoamericana con los Estados Unidos
La ultraderecha Tacuara no fue el único movimiento ultraderechista latinoamericano mayoritariamente juvenil y estudiantil de los años cincuenta y sesenta. Hubo muchos otros, aunque no centrados en la persecución antisemita, sino en el combate anticomunista. En México sobresalieron el Frente Universitario Anticomunista (FUA), nacido en 1954 en la Universidad Autónoma de Puebla (UAP), y el Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (MURO), surgido en 1962 en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Estos dos movimientos fueron expresiones visibles de una extensa red semisecreta que aún existe, que se vincula estrechamente con el Partido Acción Nacional (PAN) y en la que destacan dos grupos bastante influyentes y poderosos en México: Los Tecos, aparecidos en los años treinta en la derechista Universidad Autónoma de Guadalajara (UAG), y especialmente El Yunque, fundado en 1952 por el entonces estudiante Ramón Plata Moreno y concebido por uno de sus primeros miembros, Klaus Feldmann Petersen, como “un cuerpo de combate contra el comunismo, la masonería y todos los demás enemigos de Dios y de su Iglesia”.
El tono agresivo y belicoso del Yunque mexicano, con el que se delata una furia guerrera como la del argentino Manuel Carlés en los orígenes de la ultraderecha latinoamericana, está en sintonía con la década en la que surge. Es una de las fases más candentes de la Guerra Fría: el tiempo del macartismo y la caza de comunistas en los Estados Unidos, la Guerra de Corea, las grandes gestas de liberación nacional en el mundo y la guerrilla jaramillista en México. La década culmina con el triunfo de la Revolución Cubana que habrá de forzar una reorganización y reorientación de la ultraderecha latinoamericana. El antisemitismo, el racismo y el nazi-fascismo tienden a debilitarse o a subsumirse en una lucha primordialmente anticomunista y a menudo apoyada, controlada y financiada por los Estados Unidos. La subordinación a la CIA y a la Casa Blanca, junto con un ideario bastante débil y obscenamente capitalista y liberal, ganan terreno sobre la germanofilia y sobre el hispanismo antiestadounidense, anticapitalista y antiimperialista. La furia de la ultraderecha no se apaga, desde luego, pero prefiere canalizarse de modo estratégico por la vía militar o paramilitar, a través de la represión generalizada y sistemática, o a disimularse e infiltrarse de modo insidioso en lugar de simbolizarse abiertamente a través de los vanos delirios conspiracionistas y de la parafernalia hispanista o nazi-fascista. La política tradicional de la ultraderecha, con sus movimientos de masas y sus discursos grandilocuentes, va cediendo su lugar al pragmatismo, al intervencionismo yanqui, a los golpes de estado y a los escuadrones de la muerte, a las guerras sucias y psicológicas.
La transformación a la que acabamos de referirnos habrá de operarse de manera diferente en cada país. En la ultraderecha costarricense, por ejemplo, corresponde a la transición de la Unión Cívica Revolucionaria (1957-1968) del exnazi Frank Marshall, caracterizada por su nacionalismo y su antiimperialismo, al anticastrista y antisandinista Movimiento Costa Rica Libre (1961 hasta ahora), el cual, pese al espectáculo fascista de sus Tridentes y Boinas Azules, se ha limitado a ser un instrumento del imperialismo estadounidense en Centroamérica. Los Estados Unidos tienden así a suplantar a España y Alemania como naciones de referencia de los ultraderechistas, mientras que sus mayores enemigos dejan de ser los judíos y los soviéticos para convertirse en los guerrilleros comunistas personificados por Fidel y el Che.
Antes de marcar el imaginario ultraderechista, el triunfo de la Revolución Cubana provocó reacciones concretas inmediatas en la ultraderecha. La primera de ellas fue la creación de la Legión Anticomunista del Caribe: una organización paramilitar fundada en el mismo año de 1959 en República Dominicana, por órdenes del dictador Rafael Leónidas Trujillo, con el propósito de invadir Cuba y derrocar a Fidel Castro. Después de esta iniciativa pionera, la reacción anticastrista, anticomunista y contrarrevolucionaria dará lugar a otras organizaciones ultraderechistas violentas. Las más conocidas fueron dos organizaciones terroristas vinculadas con el narcotráfico: Alpha 66, formada entre 1961 y 1962, y el Frente de Liberación Nacional Cubano (FLNC), que realizó entre 1972 y 1975 medio centenar de acciones contra barcos pesqueros y representaciones diplomáticas de Cuba. Éstos y otros grupos han hecho que la capital del exilio cubano, la ciudad de Miami, se convierta en uno de los principales puntos referenciales y articuladores de la ultraderecha latinoamericana, la cual, desde 1961, será furiosamente anticastrista por esencia y por definición.
De los porros a los escuadrones de la muerte
Fue precisamente durante una movilización contra Fidel Castro que se fundó en 1961 el ya mencionado MURO en México. Sus primeras acciones, de hecho, consistieron en ataques violentos contra los estudiantes procastristas de la UNAM. El posicionamiento anticastrista será en lo sucesivo un denominador común de las organizaciones estudiantiles ultraderechistas mexicanas que poco a poco, entre los años sesenta y setenta, se multiplican, adquieren más y más poder, estrechan sus vínculos con las cúpulas universitarias y gubernamentales y recurren cada vez más a la violencia física. Es así como estas organizaciones terminan revistiendo formas porriles y convirtiéndose en cuadrillas de porros, como se conoce en México a los “grupos de pandilleros, al servicio de las autoridades universitarias y el gobierno”, en los que vemos converger “la tradición de violencia y pandillerismo universitario de los grupos conservadores tradicionales, con las formas corporativas y autoritarias del Estado mexicano”. Además de usar piedras, palos, barras metálicas y armas punzocortantes para atacar a sus enemigos, los porros ultraderechistas aplaudirán y a veces apoyarán la sangrienta represión gubernamental contra los movimientos estudiantiles de izquierda. Ya en 1968, mientras los militares y paramilitares del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz masacraban a centenares de universitarios, los militantes del MURO entonaban furiosamente consignas como “¡viva Díaz Ordaz!”, “¡queremos uno, dos, tres Chés muertos!” o “¡mueran los guerrilleros apátridas!”.
Las consignas de MURO, que recuerdan a las camisas doradas con su ¡muerte al comunismo! y sus referencias a los judíos apátridas, muestran la simpleza y la necrofilia de un ideario en el que tan sólo puede reivindicarse la vida para los asesinos y la muerte para sus víctimas. La mejor síntesis de tal ideario minimalista se encuentra en las famosas intervenciones con las que el general franquista José Millán Astray, no menos tonto que sanguinario, presentó sus furiosas objeciones ante el discurso de Miguel de Unamuno en 1936: “¡viva la muerte!” y “¡muera la inteligencia!”. Estas dos frases, la segunda convertida en lema y grito de guerra del franquismo, resumen elocuentemente mucho de lo que está en juego en la furia de la ultraderecha. Para el porro mexicano de 1968, como para el franquista español de 1936, el enfurecimiento es invariablemente contra la inteligencia y no sólo contra la vida.
Los porros anticomunistas mexicanos alcanzaron su versión más bestial y mortífera en la figura de los halcones, responsables del asesinato de cerca de 120 personas, el 10 de junio de 1971, durante la Matanza de Corpus Christi en la Ciudad de México. Es verdad que los halcones, al igual que muchas agrupaciones porriles, difieren de las demás organizaciones ultraderechistas por su total dependencia de las directivas gubernamentales, por la falta de un claro posicionamiento político y por su funcionamiento predominantemente oportunista y mercenario. Sin embargo, además de sus profundas afinidades y vinculaciones con el porrismo ultraderechista, los halcones obedecieron a la misma lógica de la ultraderecha que ya conocemos: no sólo fueron furiosamente violentos al actuar contra la inteligencia y contra la vida, sino que fueron especialmente reclutados como “rompehuelgas” y para “controlar a los izquierdistas” y especialmente a los “estudiantes opositores de izquierda”, y obedecieron a la misma estrategia por la que el gobierno mexicano apoyaba financieramente a los grupos estudiantiles que rechazaran “las ideas marxistas y del sistema comunista”.
Los halcones mexicanos, con sus mandos bien entrenados en los Estados Unidos, forman parte de una estrategia más amplia del gobierno estadounidense y de la ultraderecha latinoamericana que se concretó desde 1966 o 1967 y que operó durante cuatro décadas. Me refiero a los grupos de militares y paramilitares conocidos como escuadrones de la muerte, compuestos generalmente de jóvenes provenientes de sectores populares marginados, maltratados y resentidos contra el resto de la sociedad, en los que podía encenderse y explotarse una furia elemental, muda y ciega, silenciosa e insensible, para acometer la carnicería de la que fueron protagonistas. Hoy conocemos los nombres de los más importantes de estos grupos, muchos de ellos bien adoctrinados en el ideario de la extrema derecha, que persiguieron, violaron, torturaron, mataron y desaparecieron a cientos de miles de militantes de izquierda en varios países de América Latina: en Guatemala, entre 1967 y 1982, fueron más de veinte grupos, entre ellos el ESA (Ejército Secreto Anticomunista), la NOA (Nueva Organización Anticomunista) y la MANO (Movimiento Anticomunista Nacionalista Organizado); en Brasil, entre 1969 y 1973, la OB u OBAN (Operación Bandeirantes); en Uruguay, entre 1971 y 1972, los Comandos Caza Tupamaros y la Defensa Armada Nacionalista (DAN); en República Dominicana, de 1971 a 1974, el Frente Democrático Anticomunista y Antiterrorista, mejor conocido como La Banda Colorá; en Argentina, entre 1969 y 1976, varios grupos, entre ellos la MANO (Movimiento Argentino Nacionalista Organizado), el Comando Libertadores de América y la famosa Triple A (Alianza Anticomunista Argentina); en El Salvador, entre 1979 y 1991, unos quince grupos directa o indirectamente vinculados con Roberto D’Aubuisson y con la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), entre ellos la BACSA (Brigada Anti-comunista Salvadoreña), la FALANGE (Fuerzas Armadas de Liberación Anticomunista – Guerra de Eliminación) y el FALCA (Frente Anti-comunista para la Liberación de Centroamérica); en Honduras, entre 1982 y 1997, el Batallón 3-16 de Gustavo Álvarez Martínez, destinado a combatir a comunistas en toda Centroamérica; en México, entre 1994 y 1999, Paz y Justicia, los Chinchulines, Máscara Roja y MIRA (Movimiento Indígena Revolucionario Antizapatista), dirigidos contra las bases de apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN); en Colombia, entre 1996 y 2006, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), con cerca de 40,000 miembros y responsable de más de 300 mil asesinatos.
Aunque la mayoría de los escuadrones de la muerte fueran abiertamente anticomunistas y aunque muchos de ellos contaran con un buen adoctrinamiento ideológico de ultraderecha, todos ellos tendían espontáneamente a proceder como ciegos mecanismos que sólo sabían obedecer órdenes o pulsiones al herir, torturar, violar, matar, devastar y asolar todo lo que encontraban a su paso. Los crímenes, por lo general, no estaban mediados por ninguna conciencia, por ningún escrúpulo y por ningún ejercicio intelectual, sino que se limitaban a ejecutar de modo inmediato, ininteligente y no sólo inconsciente, una furia destructora y asesina. Volvemos a encontrar aquí, al igual que entre los porros y los halcones mexicanos, la realización efectiva de las fórmulas básicas de la ultraderecha: vida para la muerte y muerte para la inteligencia.
El ascenso de la ultraderecha: camuflajes mexicanos y dictaduras sudamericanas
Entre 1974 y 1976, una vez que los porros ultraderechistas de México se han diseminado por todo el país y muchos ya se han hecho adultos, llegamos a un momento de culminación, consolidación e institucionalización de la ultraderecha mexicana. Es el momento en el que más de veinte organizaciones porriles de extrema derecha firman el Pacto de los Remedios, mientras que se fundan algunas de las principales organizaciones que servirán para camuflar a los sectores ultraderechistas y defender sus intereses en México: el Comité Nacional Pro-Vida contra el aborto, contra los métodos anticonceptivos y contra cualquier noción de libertad sexual; la Asociación Nacional Cívica Femenina (ANCIFEM) contra la igualdad de género, contra el feminismo y contra la emancipación de las mujeres; Desarrollo Humano Integral y Acción Ciudadana (DHIAC) contra la justicia y la igualdad social, contra las políticas redistributivas y contra los derechos y las reivindicaciones más justas de los trabajadores.
Algunos de los miembros de las organizaciones que acabamos de mencionar estarán estrechamente vinculados con El Yunque y Los Tecos, así como con otros grupos semisecretos aparecidos posteriormente, como el Movimiento Mexicanista de Integración Nacional (MMIN), fundado en 1970 y aún activo en la guerra contra la izquierda en México, y con ciertas congregaciones ultraconservadores de la Iglesia, como el Opus Dei, conocido por su adhesión al franquismo y a otras dictaduras, y los Legionarios de Cristo, famosos por su afición al abuso sexual de menores y por la influencia que ejercen en la sociedad mexicana a través de entes privados como la Universidad Anáhuac, el Instituto Cumbres, FAME (Familia Mexicana) y el movimiento de apostolado para seglares denominado “Regnum Christi”. Nos encontramos aquí ante una inmensa constelación de entidades ultraderechistas mexicanas que habrán de adquirir cada vez mayor poder político en las siguientes décadas a medida que, por un lado, el gobierno del centrista Partido Revolucionario Institucional (PRI) va derechizándose, y, por otro lado, el derechista Partido Acción Nacional (PAN) va tomando posiciones en la esfera gubernamental.
Los Legionarios de Cristo y el Opus Dei han tenido una presencia igualmente importante en Argentina, Venezuela, Colombia, Chile y Brasil. De modo paralelo, en estos mismos países y además en Perú, destacó también un grupo católico ultraderechista de laicos, Tradición, Familia y Propiedad (TFP), fundado en São Paulo, en 1960, por Plinio Corrêa de Oliveira, quien escribió un año antes la obra programática Revolución y Contrarrevolución, en la que defiende el catolicismo contra contra la modernidad revolucionaria, contra sus “valores metafísicos”, los de “igualdad absoluta y libertad completa”, y contra las pasiones correlativas, “el orgullo y la sensualidad”. Este grupo concentró toda su furia en los teólogos de la liberación y en otros sectores progresistas de la Iglesia Católica. También se vinculó con el MURO en México y con el paramilitarismo colombiano, y en 1984, en Venezuela, se le acusó de haber intentado asesinar al Papa Juan Pablo II. En general, por más influyente que haya llegado a ser en varios países, el TFP jamás consiguió incidir en las esferas gubernamentales como los otros grupos católicos ultraderechistas en el contexto mexicano.
En contraste con el ascenso relativamente pacífico de los sectores ultraderechistas en México, tenemos la situación de aquellos países latinoamericanos en los que las ultraderechas, invariablemente apoyadas por el gobierno estadounidense, tan sólo consiguieron llegar al poder a través de violentos golpes de estado. El primero fue el de Liberación Anticomunista en Guatemala, en 1954, con el que se derrocó a Jacobo Arbenz y se instauró el régimen del ultraderechista Movimiento de Liberación Nacional, que mantuvo el poder hasta 1982 y que se valió de sus ya mencionados escuadrones de la muerte para masacrar a varias decenas de miles de indígenas y comunistas. Luego, como sabemos, vinieron los golpes y las dictaduras furiosamente anticomunistas de Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989), Castelo Branco en Brasil (1964-1985), Hugo Banzer en Bolivia (1971-1978), Juan María Bordaberry en Uruguay (1973-1976), Augusto Pinochet en Chile (1974-1990) y Jorge Rafael Videla en Argentina (1976-1981). Hay que subrayar que varios de estos regímenes dictatoriales, como el pinochetista chileno, sirvieron para desmantelar estados intervencionistas y para implantar políticas salvajemente capitalistas, liberales o neoliberales y favorables a los intereses del capital estadounidense, mostrándose así, una vez más, como con la APEN colombiana, la posible compatibilidad entre los programas de la ultraderecha y los de la doctrina liberal o neoliberal.
Antes de los golpes militares y de los regímenes dictatoriales recién mencionados, hubo generalmente grupos de extrema derecha que parecían prefigurarlos y que a veces los prepararon o simplemente los favorecieron. En Chile, por ejemplo, hay que referirse al menos a tres importantes organizaciones ultraderechistas: el Movimiento Revolucionario Nacional Sindicalista de Chile (MRNS), fundado en 1952 y abiertamente anticomunista y antidemocrático; el estrambótico Partido Nacional Socialista Obrero de Chile (PNSO), formado en 1964, inspirado en el nazismo y con actividades como el concurso de belleza “Miss Nazi” o el intento por establecer la rama chilena del Ku Klux Klan; y el Frente Nacionalista Patria y Libertad, surgido en 1971, anticomunista y pretendidamente anticapitalista y antiimperialista, pero financiado por la CIA para que realizara diversos actos de terrorismo y sabotaje contra el gobierno democrático de Salvador Allende. Poco después, entre 1973 y 1976, en Argentina, surgieron dos organizaciones paramilitares y terroristas en el flanco ultraderechista del peronismo: Concentración Nacional Universitaria (CNU), fundada e inspirada por el prolífico filólogo, teólogo, escritor y poeta Carlos Alberto Disandro; y la ya mencionada Alianza Anticomunista Argentina, conocida como Triple A y dirigida por el siniestro José López Rega, que se dedicó a perseguir, amenazar, matar y desaparecer a todos aquellos a los que situaba en la izquierda, ya fueran artistas, intelectuales, docentes, estudiantes, profesionistas, sindicalistas o políticos.
La estafeta de la persecución anticomunista pasará directamente de los grupos ultraderechistas a unos regímenes dictatoriales que deben concebirse, tanto por sus idearios y sus estrategias como por sus filiaciones políticas y sus apoyos sociales, como una toma del poder gubernamental por la ultraderecha latinoamericana. Cabe afirmar, pues, que esta ultraderecha consigue una de sus mayores victorias en América Latina, quizás incluso la mayor de todas, en las dictaduras del cono sur. Es verdad que tales dictaduras intentaron a veces disimular su orientación ultraderechista. Sin embargo, por más que incurrieran en camuflajes como los mexicanos de la misma época, es un hecho indiscutible que reúnen la mayor parte los componentes ultraderechistas que mencionamos en el artículo anterior, como el nacionalista, el conservador, el oligárquico, el anticomunista, el antidemocrático, el autoritario, el violento y el furioso.