Natalia Chientaroli / Pressenza
Foto: Olmo Calvo
Los incidentes tras la manifestación del 22M han dejado imágenes de un nivel de violencia poco habitual en España.
¿Irá a más? ¿Qué la causa, qué pretende y qué consigue? Hablamos con una decena de expertos y activistas.
(28 de marzo, 2014).- Las protestas en Madrid han cambiado de fase. Han pasado de pequeños disturbios al final de las manifestaciones a acciones más violentas, más organizadas y más numerosas. ¿El 22M es un antes y un después? ¿Las reivindicaciones abandonan paulatinamente las manos alzadas del 15M para empuñar palos? Más allá del debate entre los que condenan la violencia y los que la relativizan, ¿qué está pasando?
“Esto, afortunadamente, no es Grecia”. Hemos escuchado esta frase infinidad de veces en estos años; como una especie de mantra que nos alejaba de las consecuencias más virulentas de la crisis económica, de las imágenes de batallas campales callejeras que recorren el mundo, los muertos… Pero, ¿por qué España no es Grecia? Y, lo más importante: ¿va camino de serlo?
“Lo que ocurre aquí no es comparable a lo de Grecia porque su crisis no es comparable. Pero ha habido protestas más o menos violentas en países como Chile, Italia o Brasil. Incluso hace unos meses en Alemania llegó a dictarse el estado de excepción en Hamburgo”, reflexiona el sociólogo Ignacio Urquizu. Para este profesor de la Universidad Complutense de Madrid los episodios del sábado no deben medirse necesariamente como un punto de inflexión, pero sí como parte de otro fenómeno: el del espectacular incremento de las protestas callejeras que ha registrado el país en los últimos dos años. De acuerdo con los datos del Ministerio de Administraciones Públicas, si en 2008 se tramitaron 18 mil 422 expedientes de manifestaciones, en 2012 (el último dato disponible) ese número trepó a 44 mil 815.
Uno de los protagonistas de los incidentes del 22M, Gabriel R.S., que perdió un testículo tras recibir un pelotazo de goma de la policía, tiene clara cuál es su motivación: “La gente quiere parar los pies al Estado, no a los policías, que los de arriba lanzan contra la gente y usan a su antojo”.
“Lo curioso”, abunda María Eugenia Rodríguez Palop, profesora de Derecho de la Universidad Carlos III y miembro del Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, “es que hubo una etapa de cierta armonía en la que la desobediencia se podía canalizar a través de los procedimientos democráticos. El problema empieza cuando la gente deja de sentirse representada”.
En esa misma línea, el catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona, Joan Subirats, considera que “las reacciones de intolerancia aumentan en la medida en la que los poderes públicos cierran de forma autoritaria los canales de expresión”. Porque, en palabras de Rodríguez Palop, “asistimos al recorte de derechos y libertades individuales, al adelgazamiento del estado de derecho, incluida la reforma del aborto y las tasas judiciales. Y esta violencia institucional puede dar lugar, por supuesto, a reacciones más violentas por parte de la sociedad civil”.
La batalla mediática se ha ganado con la no-violencia
Gonzalo Garate, sociólogo y activista en movimientos sociales de Madrid, entiende que sí hay críticas hacia quienes se enfrentan a la policía, pero también que, en una segunda instancia, hay una cierta empatía. “Algo así como: no me gusta, pero por otro lado los entiendo”. Es ese el mensaje que transmitían frente a los juzgados de Plaza de Castilla muchos de los marchantes de Andalucía y Asturias que aguardaban la salida de los 27 detenidos: “No es lo que defendemos, pero lo comprendemos”.
Para Ignacio Urquizu, “un estallido social no tiene por qué representarse en un escenario de muertes y coches quemados”. Y recuerda que la imagen exterior de España es la de un país muy movilizado en el que se han conseguido cosas. “El ejemplo de las mareas es muy bueno, por ejemplo, con la paralización de la privatización sanitaria”. Y con ellas surge el ejemplo del 15M, “un movimiento muy transversal, con grupos que por razones que cuesta comprender se juntaron y tuvo un efecto movilizador enorme”, explica Urquizu.
“La violencia no es sólo tirar piedras a la policía. Lo primero que hizo el 15M fue plantarse en Sol, apropiarse de un espacio público muy simbólico. Eso es de una violencia brutal. Y muy efectiva”, añade Garate.
Desde la Comisión de Difusión en Red de Sol, que gestiona cuentas como @acampadasol, apoyan ese razonamiento: “Si algo han demostrado estos años es que la batalla mediática se ha ganado una y otra vez con la no-violencia”, sostienen. “Por ejemplo, durante la campaña de escraches, que es lo menos pacífico que se ha hecho”, dicen, “la mayor arma fueron pegatinas. Una campaña de deslegitimación enorme de los poderes instituidos a base de un ‘Sí se puede pero no quieren”.
Aunque remarcan que “es muy difícil contextualizar una piedra teniendo en cuenta toda la violencia que ejercen las autoridades sobre las personas”, desde @acampadasol creen que “hay metodologías mucho más adecuadas para ganar la batalla mediática en un evento performativo como es una manifestación”. En ese sentido, la clave mediática es importante, explica la Comisión de Difusión en Red de Sol: “Es mucho más difícil para el Gobierno y los medios afines deslegitimar a gente sentada con intención de acampar, como también ocurrió el sábado 22M, que a 50 personas tirando piedras”.
Y es así porque “el estado tiene mucho más fácil luchar contra metodologías de escondite o confrontación activa –siempre tendrán más armas, más tiempo, más gente para infiltrarse o burlar sistemas informáticos– que contra gente sentada en una plaza que está haciendo política a la luz de la calle. Y eso último no es nada pacífico, porque ataca radicalmente al modelo de democracia marchita que tratan de imponernos, pero sí es no-violento”.
Una policía como la de Turquía y no como la de Suecia
Raimundo Viejo Viñas, doctor en Ciencia Política y profesor asociado de la Universitat de Girona, achaca parte de lo sucedido a una “policía poco profesional”, de “tradición franquista” y que “cree mucho en la fuerza bruta” y muy poco “en gestionar formas de interlocución con los movimientos sociales”. Una policía “más cerca de la de Turquía que de la de Suecia “, resume.
“Es el poder el que quiere hacer que se vea al pueblo como el malo”, resume Gabriel R.S. desde la cama del hospital. “Esto hará que una serie de gente deje de ir a las manifestaciones por miedo a que les peguen, pero que los que sí acudan lo harán con la intención de ir a por todas y contra lo que se ponga por delante”, asegura.
Aunque coinciden en reconocer el discurso oficial de criminalización de las manifestaciones, los especialistas difieren en cuanto al calado que pueda tener y el efecto que provoque. “Debilitar el movimiento criminalizando a los violentos es una buena estrategia”, analiza Rodríguez Palop. “Está claro que si entras en una espiral de violencia pierdes apoyo”, opina Joan Subirats.
Para Viejo Viñas, “una campaña de criminalización tan burda como esta no tendrá efecto. La gente está alerta y, también, acostumbrada. Ya en las manifestaciones del No a la Guerra había cientos enfrentándose a la policía”. En cualquier caso, sostiene que “el paso de algún grupo hacia la acción armada es muy difícil, porque esto requiere unas bases comunitarias que no se dan” en este caso.
O al menos de momento. Otros apuntan a que los sectores más golpeados por la crisis (y los recortes) podrían encabezar una actitud violenta que vaya in crescendo. “La pauperización de determinados grupos, sobre todo los jóvenes, que han hecho todo lo que les pedía el sistema y aun así no ven perspectivas de cambio, puede alimentar el discurso de la necesidad de la violencia”, analiza Joan Subirats.
“Había un acuerdo tácito de la Transición por el que la gente había hecho esa concesión porque entendía que la paz social era un fin superior a sus reivindicaciones”, dice Subirats. “Y los años del Estado del bienestar han sido una ficción que ha servido en la práctica para amortizar las tensiones. Pero eso se está rompiendo”. Además, esa es una realidad de la que no participan las generaciones más jóvenes.
“Si tu inicio en la socialización política, entre los 12 y los 17 años, lo has vivido en una realidad en la que no hay respuestas a tus demandas”, explica Subirats en referencia a este lustro de crisis, “en el que te hablan de democracia pero eso no se traduce en igualdad o justicia social, el efecto de esa impotencia es mucho mayor”.
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Información elaborada con la colaboración de Jesús Travieso y David Noriega.
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