Orlando Aragón Andrade
Si me permiten quisiera ir directo al punto que deseo compartirles. Para introducirlo recupero la reflexión que Friedrich Nietzsche realiza en su obra “Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida”: “Es cierto que necesitamos la historia, pero la necesitamos de un modo distinto a la del ocioso maleducado en el jardín del saber, pese a que éste contemple con desprecio nuestras necesidades y las considere rudas y carentes de gracia. Esto quiere decir que necesitamos la historia para la vida y para la acción, no para su cómodo abandono, ni para paliar los efectos de una vida egoísta y de una acción cobarde y deshonesta”
Quise comenzar con esta referencia porque me parece que pensar el centenario de nuestra Constitución, en el contexto que hoy vivimos en México, constituye sobre todo el desafío de discernir qué del legado de nuestra Constitución debe ser recuperado para construir un futuro nuevo y diferente que hoy tanto nos urge a los mexicanos. Quiere decir esto que una reflexión histórica de la Constitución de 1917 tendría que mirar en nuestra coyuntura de patente crisis necesariamente hacia el futuro. Usando las palabras de Fredric Jameson necesitamos a la historia, también en México, pero no para hacer “pronósticos del pasado, sino arqueologías del futuro.”
En este sentido, y aunque suene a lugar común, todo sabemos que el principal legado histórico de nuestra Constitución, más allá de recovecos técnicos y las delicias pueriles de algunos historiadores del derecho, es su vocación social o para ser más preciso de justicia social. Es en este punto es donde el ejercicio crítico de la historia debe detenerse. Sabemos que las principales innovaciones en este ámbito fueron realizadas en lo relativo a los derechos laborales y a los derechos agrarios. Conocemos, además, el proyecto legislativo que siguió en las décadas posteriores al reconocimiento de estos derechos en el texto constitucional. No obstante, me parece que la interrogante adecuada que tendríamos que hacernos al día de hoy debe tener un carácter general y preguntarse ¿cuál debe ser el significado de la justicia social que hoy necesitamos para fundar un nuevo proyecto de país?
Será que ha perdido vigencia en el México de hoy salvaguardar los derechos de los trabajadores, será que todos los campesinos e indígenas tienen tierra para trabajar, será que estas demandas ya han sido superadas en el centenario de la Constitución. Por supuesto que no. La situación de muchos de estos sectores es comparable con la que padecían hace 100 años. Empleos sin prestaciones sociales, sin salud, sin seguridad, sin pensiones y desafortunadamente cada vez más mexicanos sin empleo formal. Campesinos e indígenas olvidados y despojados de su tierra, obligados irse de su país y arriesgar su vida para intentar conseguir un mejor futuro para su familia.
A pesar de la continuidad, y quizás agudización, de estos problemas hoy no podemos limitar la idea de justicia social a los sectores y a las luchas que la Constitución de 1917 reconoció hace 100 años. Hoy los sectores que exigen justicia y que pelean por sus derechos son mucho mayores y diversos. Por tanto, en nuestros días una noción de justicia social no puede excluir la lucha de las mujeres por el control de su cuerpo y por la igualdad, la lucha de los homosexuales y transgénero por vivir en libertad y sin miedo de ser asesinados, la lucha de los migrantes mexicanos o centro americanos que pelean día con día para tener una mejor condición de vida, la lucha de nuestros jóvenes por acceder a la educación pública, la lucha de las comunidades y pueblos indígenas por preservar sus formas de vida y continuar viviendo como indígenas, entre otras tantas.
Como vemos la desigualdad, la exclusión, el odio, el racismo y en general el sufrimiento humano ha crecido en México. Pero no todo es mala noticia, así como se ha incrementado el sufrimiento se ha multiplicado la resistencia, la esperanza y las experiencias que desafían con gran valor el régimen de muerte que los últimos gobiernos han sometido a los mexicanos. Es en ese México que sobrevive entre las cenizas, como hace 100 años, es donde muchos encontramos la esperanza de cambio. Ese México que a pesar del despojo, de la tortura, de la muerte, de la exclusión, del odio y de la indiferencia se niega a apagarse. Ese México encapsulado en su propias realidades locales que, sin embargo, lucha, crea, resiste y reinventa su entorno más inmediato para buscar un futuro mejor. Ese México de los pobres, de los desposeídos, de los ignorantes que contra toda la lógica y la soberbia intelectual y clasista nos pone el ejemplo y crea alternativas que son auténticas semillas de un nuevo país.
En Michoacán podemos presumir varias de esas semillas que inspiran a gente en México y en el mundo entero. Hombres, mujeres, niños que con su día a día resignifican la dignidad, la esperanza y el futuro. Basta ver como comunidades indígenas en nuestra entidad han logrado hacer cosas que hasta hace poco parecían imposibles. Cherán, Pichátaro, Ostula y otras tantas son hoy no sólo significado de dignidad, sino auténticos laboratorios donde se práctica otro tipo de democracia, otro tipo de derecho, otro modelo de seguridad, otras formas de economía, es decir, donde día a día se construyen otros mundos posibles, otros Méxicos posibles.
Estas experiencias referidas ya cambiaron al Estado mexicano aunque nuestros libros todavía no lo digan y las instituciones racistas se resistan. Basta ver las innovaciones que a nivel municipal ha significado las luchas en Cherán, Pichátaro, entre otras tantas comunidades indígenas de México.
Es pues nuestra responsabilidad como mexicanos tener la suficiente inteligencia para aprender de ellos y con ellos. Sabemos que necesitamos otra democracia, otro sistema de justicia, otro sistema de seguridad, otra economía, otro país que remplace a este sistema podrido y corrupto que no da más. Con seguridad, las experiencias construidas por las comunidades indígenas y otros grupos subalternos que están hoy resistiendo la tragedia de nuestro país no serán suficientes para construir todo el nuevo proyecto que como mexicanos requerimos, pero sin lugar a dudas éste no podrá construirse sin aprender de las lecciones que nos están dando cotidianamente.
Hoy, pues, necesitamos reinventar la justicia social, pero no exclusivamente desde la mirada, muchas veces soberbia y miope, de los “especialistas” y “expertos”. Lo tenemos que hacer desde abajo y desde adentro; desde nuestra propia fuerza y reserva moral. El papel de la academia y de nuestros representantes debería ser del facilitador o mediador entre esas experiencias y la construcción intercultural, democrática y desde abajo de un nuevo edificio jurídico e institucional sobre el cual se construya un nuevo México.
No obstante, esta urgente empresa solo la podremos realizar, a condición de leer correctamente nuestro pasado, nuestra historia y por supuesto el valor de nuestra carta magna. Walter Benjamin nos recuerda en sus tesis sobre la historia esta tarea: “En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla. […] El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.”
Por eso, por las víctimas de los traidores del proyecto social de nuestra Constitución, por los excluidos y los marginados que este sistema día a día produce, por nuestros muertos, no se debe dejar de enunciar, una vez más, en este centenario de la Constitución: ¡nos faltan 43 y miles más!