Revolución 3.0

David Pavón-Cuéllar

El monumento a la infamia colonial y la deuda con los pueblos originarios

En 1522, hace exactamente cinco siglos, el imperio p’urhépecha entró en contacto con el imperio español. Cristóbal de Olid y sus hombres llegaron a Michoacán. Los indígenas comenzaron su largo y doloroso descubrimiento de los europeos. Ya sabemos lo que han descubierto, lo que siguen descubriendo a través de nosotros, lo que siguen sufriendo a cada momento: la arrogancia, el desprecio, el racismo, el saqueo, la corrupción generalizada, la insaciable avaricia, la política engañosa y una violencia que no cesa desde hace quinientos años.

El horror de lo que somos para los indígenas puede comprobarse en cualquier detalle histórico de la infamia colonial y ahora neocolonial. Pensemos, por ejemplo, en la muerte del último cazonci, gobernante p’urhépecha, que fue amarrado a la cola de un caballo, arrastrado en el polvo y las piedras, ahogado con un palo y quemado en la hoguera. Esto sucedió el 14 de febrero de 1530. En ese mismo día, pero en 2022, los p’urhépechas recordaron aquel martirio de la mejor manera, destruyendo en Morelia un monumento a la infamia colonial que ya habían solicitado retirar, el conjunto escultórico llamado “Los Constructores”, erigido en 1995 para conmemorar la construcción del actual acueducto de Morelia entre 1785 y 1789.

El retiro del monumento había sido solicitado en varias ocasiones, entre 2020 y 2021, por el Consejo Supremo Indígena de Michoacán, por otros colectivos y por miles de personas a título individual. Hubo documentos dirigidos a las autoridades municipales, así como protestas en junio y octubre de 2020, una consulta pública en agosto del mismo año y al menos dos peticiones abiertas en línea. Hubo también, desde luego, por parte de los funcionarios, compromisos y promesas de remover el conjunto escultórico antes del final de 2021, pero fueron sólo palabras, quizás porque la petición procedía no de ricos empresarios o de políticos influyentes, sino de los indígenas.

Cuando los pueblos originarios piden algo de manera pacífica, se les ignora y se les hace esperar indefinidamente, delatándose así todo el desprecio en que se les tiene. Es por esto que los indígenas deben ellos mismos hacerse justicia una y otra vez. Deben así darse a sí mismos al menos una ínfima parte de lo que les debemos.

No tendría que olvidarse lo que les debemos a los pueblos originarios. Les debemos el agua y la tierra que les hemos arrebatado, la cantera con la que se ha construido cada edificio de nuestras ciudades, la construcción misma y la historia de nuestro país, de nuestro estado y de nuestra ciudad. No debe olvidarse que nuestra historia la hemos hecho siempre con los indígenas, gracias a ellos, pero también a costa de ellos.

Es verdad que aquí, en Morelia, un poco de lo que les debemos históricamente a los p’urhépechas estaba representado en el monumento a Los Constructores. Delante de los dos españoles que fueron derribados, veíamos y seguimos viendo ahí a dos indígenas trabajando, construyendo Morelia, uno esculpiendo la cantera y el otro cargando un bloque de piedra. Esta representación podría interpretarse como un homenaje al trabajo indígena e incluso como un recordatorio de nuestra deuda histórica con los pueblos originarios.

Mansedumbre, división racial del trabajo y celebración del colonialismo

El problema de la escultura comienza con la actitud mansa y quizás un tanto apocada y sumisa de los trabajadores. No hay ahí ningún rastro de frustración o sufrimiento y mucho menos de indignación o rebeldía. No hay nada que nos haga pensar en la revuelta de Pátzcuaro que tuvo lugar poco antes de la construcción del acueducto, entre 1766 y 1767, cuando centenares de p’urhépechas se alzaron al grito de “¡muera el mal gobierno!”.

Los indígenas del monumento se limitan a realizar lo decidido por los españoles que se encuentran detrás, uno de ellos levantando la mano con gesto directivo y el otro sosteniendo unos papeles con su mano. El mensaje es claro: los europeos tienen el poder y el saber, estando ahí para decidir lo que hacen los p’urhépechas. Los indígenas trabajan con su cuerpo, con sus músculos vigorosos, mientras que los europeos lo hacen con sus mentes poderosas. Conocemos bien esta división racial del trabajo, una división que Ezequiel Chávez explicitó y explicó hace más de un siglo, justificando y racionalizando los abusos contra los pueblos originarios durante el porfiriato.

Podría pensarse que el monumento a Los Constructores permitía precisamente denunciar la división entre el trabajo intelectual de los españoles y el trabajo manual de los indígenas, una división racial que persiste en México, donde la pigmentación de la piel es tendencialmente menor cuanto más intelectual es el trabajo que se hace. Es verdad que en la pigmentocracia mexicana, desde los tiempos coloniales hasta el actual neocolonialismo, los obreros, albañiles y campesinos tienden a ser más morenos que los intelectuales, académicos y científicos, lo que pone de manifiesto el racismo atroz de nuestra sociedad. Todo esto es una realidad histórica y social que habría sido supuestamente denunciada por el conjunto escultórico.

Aquí el problema es que no había nada en el monumento a Los Constructores que hiciera pensar en un tono denunciatorio. Por el contrario, todo en el monumento era claramente apologético, ensalzador, celebratorio. El conjunto escultórico estaba ahí para celebrar lo que representaba, y lo que representaba no era solamente la construcción de Morelia, sino la división racial del trabajo constructivo y la explotación de los brazos indígenas para construir cada edificio. La celebración de esta infamia colonial es absolutamente inadmisible y por ello debía ser interrumpida al destruir el monumento.

La destrucción parcial del conjunto escultórico fue el gesto con el que se interrumpió una celebración que duraba mientras el conjunto estuviera en pie. Esto debe considerarse antes de acusar de impaciencia a quienes atacaron el conjunto escultórico. Este conjunto estaba celebrando la infamia colonial cada día, a cada hora, a cada minuto, para cada transeúnte, automovilista o pasajero de combi que lo viera. Esta celebración debía interrumpirse de inmediato, sin demora, pues cada instante que durara estaba infamando a los pueblos originarios.

Reproducción, normalización e invisibilización del colonialismo

A cada uno de nosotros, el monumento a Los Constructores estaba diciéndonos a cada instante que lo representado por él era algo bueno, que es bueno que los indios ejecuten lo decidido por los blancos. La infamia colonial aparece exaltada como positiva, como algo que debe celebrarse, como algo digno de ser homenajeado por un monumento. Es así como se asegura que lo celebrado y homenajeado persista en el tiempo, que haya una reproducción del colonialismo, que la infamia colonial se convierta en nuestra infamia neocolonial, que la sociedad racista mexicana y moreliana acepte que se condene a los indígenas al trabajo manual y que los blancos y mestizos acaparen el trabajo intelectual. ¿Cómo no aceptar esto cuando uno ve, día tras día, que se está celebrando en un monumento?

Aun cuando tuviéramos un amplio criterio que nos permitiese rechazar la celebración de lo representado en el monumento, esto no impediría que nos acostumbráramos a lo representado, que dejara de sorprendernos e indignarnos, que lo viéramos cada vez más como normal, que lo normalizáramos. Esta normalización podría hacer incluso que dejáramos de ver lo normalizado, la división racial del trabajo característica del colonialismo, la cual, a fuerza de mostrarse, terminaría pareciéndonos tan normal que ni siquiera llamaría ya nuestra atención, convirtiéndose en parte integrante del paisaje urbano. Al no ser ya capaces ni siquiera de ver el racismo y el colonialismo, no podríamos luchar contra ellos y es así también como podrían perpetuarse a través de nuestra sociedad.

Si la sociedad mexicana es aún tan colonial y racista en su funcionamiento, esto se debe en parte a que ya no somos capaces de percibir el racismo y el neocolonialismo que respiramos, que nos impregnan, que empapan cotidianamente lo que vemos, escuchamos, hablamos y hacemos. El racismo y el neocolonialismo son tan cotidianos, tan omnipresentes, que pasan desapercibidos y así logran seguir funcionando soterradamente, insidiosamente, sin que nadie los nombre, sin que nos preocupen, sin que los molestemos en su funcionamiento. Actos como la destrucción parcial del monumento a Los Constructores son importantes y necesarios porque visibilizan lo que se ha vuelto invisible, porque hacen que dejemos de considerar normal aquello que no es normal, porque disipan su masiva evidencia que resulta irresistible por sí misma.

Si había una verdad en el monumento a Los Constructores, esta verdad era la del racismo y el colonialismo, una verdad que sólo se nos descubrió, paradójicamente, cuando el monumento fue parcialmente destruido ante nuestros ojos. Tan sólo preguntarnos por el motivo de su mutilación ya nos hizo reflexionar sobre lo que estaba mal en ese monumento. ¡Algún problema tendría que haber con él para que se le mutilara! Esta mutilación es una invitación a reflexionar.

Alguien podría objetar que hay otras formas de invitar a reflexionar: que ninguna reflexión debería justificar la destrucción de nuestro patrimonio artístico y de los testimonios históricos de nuestro pasado. Concedamos que esto es verdad, pero entonces tendremos que plantear la pregunta incómoda sobre el valor intrínseco del monumento a Los Constructores como patrimonio y como testimonio. Si entrar en la cuestión insoluble de su valor como obra de arte, lo primero que debemos reconocer aquí es que este conjunto escultórico de 1995 tenía un valor histórico incomparablemente inferior al de muchas edificaciones coloniales o del siglo XIX que han caído en el abandono, que se han derrumbado o que han sufrido terribles remodelaciones en Morelia, en los últimos años, sin que nadie se haya preocupado por ellas.

Quienes deberían estar en prisión por la destrucción de nuestro patrimonio son muchos empresarios que han ido poco a poco, en los últimos años, carcomiendo la cantera de Morelia y alterando irremediablemente su fisonomía colonial. Otros que deberían ser encarcelados o al menos multados son los funcionarios que han autorizado esta destrucción imparable, ya sea por negligencia, por incompetencia, por inercia burocrática o por corrupción o complicidad con los culpables. Estos verdaderos criminales no son perseguidos porque son funcionarios que forman parte del sistema, porque son empresarios adinerados o poderosos, porque no son indígenas y porque esto les da el derecho de actuar con total impunidad. Pueden entregarse tranquilamente a su vandalismo de cuello blanco sin que esto preocupe ni a los medios ni al gobierno y ni siquiera a los ciudadanos.

Nadie se preocupa cuando un hotel lujoso de Morelia destruye una gran parte de su estructura original del siglo XVIII. Nadie se preocupa tampoco ante otra casona colonial que se derrumba y se convierte en estacionamiento o en baldío. Estos verdaderos tesoros por los que Morelia es patrimonio de la humanidad, edificios con cientos de años de edad y a veces con un enorme valor arquitectónico, pueden alterarse o derribarse o dejarse caer sin que a nadie le importe. Pero eso sí: hay un escándalo político-mediático y una reacción violenta de la policía cuando los indígenas destruyen un monumento reciente, de 1995, que no tiene prácticamente ningún valor como testimonio histórico.

Distorsión ideológica de la realidad histórica

No conozco a nadie que haya defendido el monumento a Los Constructores como obra de arte, pero sí he conocido a quienes lo defienden como reflejo testimonial de la historia. Según su argumento, el monumento reflejaba fielmente una realidad colonial que no podríamos borrar al derribar el conjunto escultórico. Esta idea es bastante problemática.

Un primer problema, ya mencionado, es que el monumento no sólo reflejaba la realidad colonial, sino que además permitía perpetuarla al celebrarla y normalizarla. Un segundo problema aún más grave es que el monumento no se limitaba a reflejar la realidad, sino que la distorsionaba ideológicamente en un sentido racista y neocolonial.

La distorsión ideológica del monumento puede apreciarse en diversos detalles objetivos del conjunto escultórico, entre ellos uno muy importante al que me parece que nadie se ha referido. El monumento, recordemos, reservaba el trabajo manual para los dos indígenas y el saber y el poder para los dos españoles, quienes seguramente representaban uno al obispo Fray Antonio de San Miguel, que ordenó la construcción del acueducto, y el otro al maestro Diego Durán, quien fue el arquitecto de la obra. Los dos aparecían en el monumento con una fisonomía europea y caucásica, pero esto es erróneo o engañoso en el caso del maestro Durán, quien no era blanco, sino mulato y medio lobo, descendiente de negros y de indígenas y no sólo blancos.

Si el español que aparecía tras los indígenas no era el maestro Durán, entonces el gesto racista del monumento consistiría en celebrar a un español, presentándolo como constructor de Morelia, ahí donde tendría que homenajear al arquitecto mulato, mestizo y medio indígena. Si es Diego Durán quien estaba representado en el monumento, entonces el racismo sería aún mayor, pues se alteró la fisonomía del personaje histórico, se le blanqueó, se le desindigenizó, en un perfecto gesto racista que supone o sugiere que un trabajo como el del arquitecto es oficio de blancos, mientras que los indígenas deben limitarse a ser peones o albañiles.

En realidad, como lo ha mostrado el profesor nicolaita Moisés Guzmán Pérez, mucha de la belleza de Morelia se le debe a la familia Durán, una familia de arquitectos con sangre indígena y africana. Esto viene a contradecir el prejuicio racista, bien plasmado en el monumento a Los Constructores, de una Valladolid concebida y diseñada por la genial cabeza española que puso a trabajar los brazos indígenas. La verdad es que Morelia despliega sutilmente, no sólo el gusto europeo, sino el genio indígena y el africano.

Es el mestizaje mexicano el que se plasma en Morelia. De lo más hermoso de esta ciudad es que en ella, como en otras ciudades coloniales, se consiguiera superar un poco la división racial del trabajo. Es triste, por decir lo menos, que esta división haya sido engañosamente reconstituida por el monumento a Los Constructores, el cual, por ello, puede considerarse aún más racista que la realidad misma que pretendía representar. Corroboramos así que la Nueva España podía ser en algunos aspectos menos racista que nuestro México independiente.

El racismo de la representación del presunto Diego Durán justifica sobradamente que se le derribara. ¿Pero qué decir del otro español del monumento, el obispo Fray Antonio de San Miguel, quien fue un defensor y benefactor de los indígenas en el siglo XVIII? ¿Acaso este obispo no demandaba, según sus propias palabras, leyes para establecer “igualdad civil absoluta de la clase de indios con la de españoles” y para “conceder al pueblo una equivalencia de la propiedad que le falta”?

Fray Antonio de San Miguel era un aliado y amigo de los pueblos originarios. ¿Cómo justificar, entonces, que los indígenas derribaran y decapitaran su escultura? ¿No tenemos aquí un acto incontestablemente injusto? No, desde luego que no, pues lo derribado y decapitado fue un personaje fantástico, el de la escultura metálica, y no la persona real histórica en carne y hueso.

Lo que sabemos del obispo ni siquiera parece corresponder a su representación escultural con ese gesto afectado, exagerado y teatralizado, por no decir pomposo y soberbio. Este gesto no encaja con la modestia y la discreción del clérigo que descubrimos en la tesis que Juvenal Jaramillo Magaña escribió sobre Fray Antonio de San Miguel. Jaramillo Magaña no duda en caracterizar al obispo como alguien “introvertido” y revela un documento de la época por el que nos enteramos de que el clérigo prohibió formalmente que se le homenajeara.

Tenemos entonces buenas razones para pensar que un homenaje como el del monumento a Los Constructores fue erigido contra la voluntad explícita del homenajeado Fray Antonio de San Miguel. Lo más probable es que el obispo hubiese rechazado el homenaje escultórico. El rechazo no habría sido sólo porque al obispo no le gustaban los homenajes, sino quizás también porque no habría tolerado aspectos, como los antes mencionados, en los que se revela cierto racismo hacia los indígenas a los que él tanto amaba. Sin embargo, al decir esto, ¿acaso no estamos atribuyendo anacrónicamente al obispo una sensibilidad propia de nuestra época e inexistente en su tiempo e incluso en los años 1990 en los que el artista José Padilla Retana diseñó la escultura?

Digamos, entonces, que si Fray Antonio de San Miguel hubiera sido un hombre de nuestra época y con una sensibilidad como la nuestra, seguramente no le habría gustado el conjunto escultórico de Los Constructores. Quizás incluso hubiera justificado y aplaudido que este monumento fuera destruido parcialmente por los p’urhépechas. Lo seguro es que habría estado entre quienes apoyamos al Consejo Supremo Indígena de Michoacán y habría denunciado indignado la violencia gubernamental contra quienes derribaron el monumento.

Opinión 3.0

¿Por qué haber destruido un monumento? Algunas razones contra una celebración escultórica del racismo y el colonialismo

Por: David Pavón-Cuéllar