Fueron necesarios más de noventa minutos de juego para que Colombia aceptara por fin que, aun sin James Rodríguez, era del mismo tamaño que Inglaterra. Fueron necesarios más de noventa minutos de juego para que Inglaterra se percatara de que Colombia era de su mismo tamaño.
Porque Colombia saltó a la cancha del estadio del Spartak convencida de que era más chica, de que incluso con James habría sido más chica. Y puesto que James no estaba siquiera contemplado como opción de recambio en el banquillo, Colombia se asumió obligada al rol de equipo chico, de víctima confesa: ratón sin otra alternativa que prolongar lo más posible su agonía entre las patas del gato, mediante recursos tan añejos como tirarse atrás, ceder toda la iniciativa, no atacar casi nunca (y al hacerlo dar toda la impresión de que lo que más urge es regresar cuanto antes al terreno propio), abusar del juego brusco, confrontar cada dos segundos —con airada estridencia pendenciera— al cuerpo arbitral y a los rivales. Aun cuando, visto en las sucesivas repeticiones, el penalti con que se fue abajo en el marcador al minuto 57 pudiera prestarse a alguna polémica, la verdad es que el mediocampista de contención Wilmar Barrios (falta en contra dentro del área incluida) debió haberse ido expulsado desde el primer tiempo. Al cumplirse el minuto 90, Colombia no había realizado un solo disparo a portería.
Pero también Inglaterra saltó a la cancha con la socarrona y más bien injustificada certeza de que era superior, insinuando todo el rato en sus labios una imperial sonrisa de desprecio. Remitiéndose al supuesto (colocado en entredicho casi a diario durante la actual Copa del Mundo) de que las camisetas ganan solas. Asumiendo, sí, la responsabilidad de ir hacia el frente mientras persistió el 0-0, pero encogiéndose de hombros apenas consiguió la ventaja. Y a partir de ahí perdiendo el tiempo, fingiendo faltas, reservándose como si el interlocutor en turno no ameritara ya ningún interés, como si hubiera que despachar entre pedantes bostezos de gentleman el resto del trámite. Puro reservar fuerzas, puro no mostrar armas, como si su atención estuviera ya puesta en el siguiente partido.
Sólo que la memoria histórica en que los ingleses estaban amparando su socarronería no les pertenece. No aún, cuando menos. Les pertenecerá cuando hayan demostrado ser distintos a aquellos que, vistiendo la camiseta del equipo de la rosa a nivel de selección mayor, fueron incapaces de ganar algún título durante los últimos cincuenta años. Esta escuadra no es la de Charlton, Moore, Banks, Robson. Es apenas una joven generación de jugadores tratando de brindarle al futbol inglés un positivo borrón y cuenta nueva, a partir de incorporar dentro de su estilo de juego innovaciones similares a las implementadas exitosamente por el representativo alemán.
En cualquier caso, ya los británicos aprestaban el postrer ademán de arrogancia sobre el inminente caído. Ya los sudamericanos asimilaban a la resignación sus desorbitados ojos y sus desencajados rostros. Estaba a tres minutos de cumplirse la compensación de cinco añadida por el árbitro. Y entonces, el todavía americanista Mateus Uribe, ingresado de cambio al 79, sacó a la desesperada y como desde el país de Nunca Jamás un cañonazo inverosímil con dirección al ángulo, obligando a la espectacular atajada del guardameta Pickford para enviar al tiro de esquina. Córner pues de último suspiro, lo mismo que ayer en el Bélgica-Japón. Y lo mismo que ayer, lo mismo que en ya tantos partidos de esta Copa, gol que aquí no fue de último suspiro, que aquí no conjuró los tiempos extras, sino los incorporó al orden del día cuando ya prácticamente nadie los contemplaba. Gol marcado con absoluta justicia ultraterrena (como él mismo se encargó de inmediato en reconocer) por Yerry Mina, el mejor colombiano sobre la cancha, el mejor colombiano del Mundial, el único que junto a Cuadrado había hecho por darle a su equipo pausa con el marcador empatado, e inteligencia con el marcador en contra.
Y los emocionantes tiempos extra fueron la instancia para que ambos contendientes advirtieran hasta qué punto eran de la misma estatura, hasta qué punto ganar o perder este partido (pero sobre todo la manera de ganar o de perder este partido) les representaba a ambos el mismo culminante examen de credibilidad, la misma decisiva coyuntura: para perseverar en el camino, o para tirarlo todo por la borda y volver a iniciar, otra vez, desde cero.
Colombia se dio el plazo y el gusto de admirar en el espejo el sólido, cadencioso y vertical conjunto que con o sin James puede por principio ser siempre. Inglaterra se dio margen para recordar, encarar, arropar y revertir tanto la novatez de su actual plantel, como la herencia histórica inmediata de acumulados fracasos que viene cargando sobre sus espaldas.
Entendiendo con admirable sabiduría el impacto emotivo y de desconfianza que el gol encajado había producido en sus muchachos, Gareth Southgate dispuso que la primera mitad del alargue la jugaran echados atrás, aguantando la recobrada seguridad y el natural envión anímico de los colombianos; durante esos quince minutos, el equipo inglés se vio en efecto confuso, extraviado, impreciso, con amagos de fragata maltrecha a punto de irse a pique, y pudo sin duda perder: pero aguantó. Y si algunos nos consentimos la sospecha de que esa sería la línea hasta el final (una graciosa huida conforme con transitar como fuera en pos de la tanda de penales), para el segundo tiempo la joven tripulación inglesa se lanzó otra vez al abordaje, echando mano de lo mejor de sí misma; y pudo ganar. Sólo que enfrente ya no tuvo al timorato equipo chico del tiempo regular, sino a una escuadra tan repuesta como ella misma de sus respectivas insuficiencias y sus respectivos temores.
Alguno debía quedarse en la instancia. Y por un instante, gracias a la espectacular atajada de Ospina a Henderson en el tercer cobro inglés, el destino pareció decidido. Pero era como si Mateus Uribe hubiera sido señalado para convertirse no en el héroe ni en el villano, sino en el modesto responsable de abrir y cerrar un paréntesis de emotiva lucidez para todos. No fue él quien marcó el gol colombiano, pero fue quien forzó la hasta ese momento improbable jugada que lo provocó; no fue él quien falló el penalti decisivo, pero con su yerro dejó el escenario puesto para los protagonistas del final del drama: Pickford atajándole a Bacca, Dier venciendo a Ospina.
Al final, se trató de un saludable, arduo y generalizado ejercicio de memoria.
Inglaterra recordó: no quién fue hace cincuenta años, cuando ostentaba el título de campeona del mundo; no quién era hace una década, cuando, marginada de la Eurocopa, una de las más pródigas y exquisitas generaciones de su historia vio culminado su largo y trágico naufragio. Recordó quién es hoy, desde sus promisorias virtudes y sus aún significativos pendientes.
Colombia recordó: recordó quién, haciéndose de una vez por todas responsable de su cara, acaso está llamada a ser.
Nos vemos el sábado. Nos vemos en cuatro años. No se tiren al olvido.