David Pavón-Cuéllar
Los europeos creían estar cayendo al abismo cuando la peste negra, entre 1347 y 1352, hizo que el viejo continente perdiera entre un tercio y la mitad de su población. La epidemia convenció a muchos de que estaban llegando a la hora del juicio final. Fue el tiempo del tapiz del apocalipsis de Angers y de los flagelantes que recorrían las calles, azotándose a sí mismos, entonando lamentaciones y exhortando a los demás a arrepentirse de sus pecados ante el fin de los tiempos.
El escritor español Fernando Savater ha recordado recientemente a los flagelantes de la Edad Media. Los ha visto retornar, con motivo de la pandemia de coronavirus, bajo la forma de quienes llaman a arrepentirse del afán de lucro, el consumismo, el ecocidio y los demás nuevos pecados que serían castigados con el fin del mundo. Savater no cree en este fin del mundo, se burla de quienes lo vemos cada vez más próximo e insistimos en la urgencia de cambiar nuestras vidas, y concluye que “no vivíamos tan mal: el cambio más deseable es acabar con la epidemia”.
Savater considera que lo más importante ahora es deshacernos del coronavirus y volver a nuestras vidas normales que según él no estaban tan mal. Su punto de vista es, pues, diametralmente opuesto al de quienes preferimos no volver a la normalidad, ya que tenemos la impresión de que la normalidad es el problema, como ha podido leerse en paredes y pancartas chilenas. ¿Cómo no sentir que el problema estriba en la normalidad aberrante del capitalismo avanzado en la que se acentúa la concentración de la riqueza y se agudizan las desigualdades, normalidad en la que el 1% más rico de la humanidad retiene el 82% de la riqueza global, normalidad en la que se mantiene a casi la mitad de la población mundial bajo el umbral de pobreza, normalidad en la que 1,300 millones de personas viven sin electricidad ni agua potable ni alimentos suficientes?
Hay que recordar al menos a los 1,300 millones de hambrientos, casi un cuarto de la población mundial, cuando Savater dice que no vivíamos tan mal antes de la pandemia de coronavirus. ¿En quién diablos está pensando el escritor español cuando escribe que no vivíamos tan mal? Seguramente no está pensando en todos nosotros los seres humanos, pero ni siquiera en los más afortunados, europeos como él, entre los que hay muchos que vivían ya demasiado mal antes de la pandemia. Los que no vivían tan mal son unos cuantos, los semejantes de Savater, los afortunados entre los afortunados. Es comprensible que ellos sí quieran volver a la normalidad, pero quizás debieran pensarlo dos veces antes de quererlo, pues esa normalidad resulta insostenible y contiene dentro de sí misma el germen de su propia destrucción.
Corroboremos el papel de flagelantes que Savater nos asigna y anunciemos que su normalidad, la del capitalismo, conduce irremediablemente al final del mundo. Seamos incluso aún más claros e informemos que esa normalidad es ya el fin del mundo. Mantengamos la claridad y aclaremos lo que estamos diciendo.
La normalidad capitalista es el fin del mundo. Es la destrucción de toda la vida en aras de la acumulación de capital. Es la desaparición, en los últimos 150 años, de casi la mitad del suelo fértil de la tierra. Es la pérdida incesante de un equivalente de 40 campos de fútbol de bosque por minuto. Es la extinción diaria de 150 especies de animales y plantas, la mayor extinción desde la que acabó con los dinosaurios. Todo esto es ya el fin de mundo.
Somos también testigos del fin del mundo cuando leemos que las poblaciones de vertebrados han disminuido un 60 por ciento desde 1970, o que las poblaciones de insectos decrecen a un ritmo de 1% por año, o que la isla de basura del Pacífico norte ya mide casi dos millones de kilómetros cuadrados, o que han aparecido islas análogas en el Pacífico Sur y en los océanos Atlántico e Índico, provocando la muerte de millones de peces y aves. El mismo fin del mundo está sucediendo ya para los siete millones de seres humanos que mueren anualmente por contaminación del aire, o para los pueblos originarios que hablaban las dos lenguas originarias que se pierden cada mes en el mundo.
Todo en el mundo tiene que destruirse para producir más y más capital. Para que los más ricos sigan enriqueciéndose, debemos inmolarnos todos e inmolarlo todo. Esta inmolación generalizada es la normalidad a la que muchos quieren volver. Es por ella por la que desean deshacerse del coronavirus y continuar con sus vidas.
El mundo capitalista en el que Savater no vivía tan mal es pura y simplemente el fin del mundo. Es la devastación generalizada. Volver a esta devastación, reanudarla con tanta fuerza como antes, es lo que se llama eufemísticamente “retornar a la normalidad”.
Lo normal es que la contaminación del aire, sólo del aire, mate a veinte mil personas por día en el mundo, es decir, más del doble del número total de muertos por coronavirus en los picos de la pandemia. Este dato nos permite comprender una desconcertante noticia que se difundió sobre el COVID-19 en el tabloide británico Daily Mail. El diario derechista y amarillista informó en un titular que se habían “salvado miles de vidas en China desde que apareció el coronavirus”. La información era correcta: un especialista explicaba que la interrupción de las actividades industriales por causa de la pandemia disminuyó drásticamente la emisión de gases, lo cual, a su vez, permitió salvar más vidas de las que se perdían por la misma pandemia.
Comprobamos que el coronavirus es mucho menos letal que sólo uno de los múltiples efectos del virus del capital. Percibimos, además, que el funcionamiento del capitalismo ha sido afectado por el COVID-19, lo que nos hace incluso depositar la esperanza en este agente viral para que nos cure de la enfermedad terminal capitalista. Es con esta esperanza que el filósofo esloveno Slavoj Žižek, desde el comienzo de la pandemia, concibió el coronavirus como un posible “golpe” mortal contra el capitalismo.