Revista Replicante / Mercedes Álvarez
Cuando hacemos el amor por primera vez con alguien y se lo contamos a un amigo, con frecuencia surge, más tarde o más temprano en la conversación, la cuestión: “¿Y coge bien?” El tenor de esta pregunta siempre ha sido para mí un misterio. ¿Qué quiere decir exactamente que alguien “coge bien”?
¿Que se mueve bien? ¿Que usa algún juguete sexual? ¿Que practica buenas felaciones o cunnilingus?No lo sabemos. La idea que cada uno tiene de “coger bien” es un misterio para la mente del otro, y sin embargo, solemos responder con soltura “sí” o “no” o “regular”.
A priori la cosa podría constituirse en una cuestión de gustos. Sería lógico pensar que si a alguien le gusta mucho el sexo anal y otro tiene la misma preferencia eso podría determinar un comentario como “coge bien”. O si a uno le gusta que le chupen los dedos de las manos y el otro es fanático de la práctica, la conclusión sea la misma. O todo lo contrario: puede tener que ver con el descubrimiento: “Nunca me habían hecho eso, y me gustó”. Cuando no hay paridad en la experiencia el descubrimiento de una práctica por parte de otro puede suponer una revelación.
Lo cierto es que el coger bien o mal es algo prácticamente intangible. Forma parte, a mi juicio, y mucho más de lo que pensamos, de algo que tiene que ver con el orden de lo espiritual. Ocurre que en un mundo donde todo se compra o se vende el sexo es moneda de cambio. “Hemos amonedado el sexo”, dice Francisco Umbral en su gran libro Mortal y rosa. No podría estar mejor definido. Usamos el sexo, con demasiada frecuencia, no para encontrarnos sino para obtener cosas del otro, para gratificarlo por algo, o para castigarlo. O para demostrarle quiénes somos —demostración que casi siempre es una construcción ficticia de uno mismo.
Hace muy poco llevé el asunto a Facebook: “¿Qué significa “coger bien?” La pregunta despertó una catarata de comentarios. Un amigo gay decía que los niveles de insatisfacción y de delirio están tan al día que cada vez que alguna amiga suya se acostaba con un hombre y este no conseguía una erección lo llamaba para contarle el encuentro y preguntarle si sería gay. La pregunta, aclaraba, no venía de mujeres insensibles o ignorantes, sino de personas que eran, en otros ámbitos de la vida, muy capaces e inteligentes.
Y es que depositamos en el sexo unos niveles de exigencia que no le pedimos a casi nada. El imaginario acerca de la sexualidad es tal que a veces estamos dispuestos a sacrificar una relación al primer intento fallido de encuentro sexual, dando todo por perdido.
Siguiendo con la disquisición, mi amigo gay decía que el problema de la heterosexualidad es la falta de diálogo acerca de los gustos en la cama. ¿Cómo generar buen sexo sobre la premisa de que es algo que “se da”, algo que “fluye o no fluye”? Es la misma paradoja que nos hunde cuando se trata de amistad o amor. ¿Cómo pretender que hablar no tiene sentido?, ¿que el otro debe inferirlo todo, porque lo que vale es la insinuación, el sobreentendido, esa idea tan fuera de la realidad que excluye nuestros movimientos del ámbito de la palabra?
Más allá de que no creo en absoluto que la sexualidad homosexual, por contraposición a la heterosexual, sea un camino de rosas, considero que los comentarios de mi amigo tocan algunos puntos clave acerca de un tema que, a juzgar por las conversaciones y el nivel de frustración reinante, se nos torna cada vez más complejo.
La sexualidad es algo íntimo, pero también es cultural. ¿Quién enseña a tener sexo? ¿De dónde sacamos nuestras ideas acerca de lo que es o no es el buen sexo? Probablemente, y en primer lugar, de las películas porno. Pero el porno es representación; poco tiene que ver con la realidad, además obedece a modas —hoy, por ejemplo, la penetración anal es la reina de cualquier secuencia porno hetero mainstream—. Luego está la primera escuela: la masturbación, el “conócete a ti mismo”, que no forzosamente enseña —pero sí podría ayudar— a conocer a los demás. Más fuentes: la literatura, los relatos de las amistades. Y sin embargo bien sabemos que las conversaciones sobre sexo con amigos pueden ser también muy mentirosas. ¿Cuánta gente dice la verdad sobre sus encuentros sexuales?
Cuando hacemos el amor con alguien no estamos solos: nos precede nuestra cultura, nuestra educación; nos preceden la culpa católica, el tabú, la idea que tenemos acerca de lo que nos gusta y lo que no nos gusta —y que no siempre es real— y una serie de clichés acerca de lo que se debe decir, hasta dónde se debe llegar, por ejemplo, en los primeros encuentros. ¿Se asustará X o Y si le pido esta u otra cosa? ¿Hasta dónde podré pedir sin que el otro salga corriendo? ¿Podré negarme a esta o aquella práctica sin generar desilusión, o sin que me acusen de pacatería?
Pero, ¿qué tipo de códigos tácitos o explícitos establecemos con el otro? El problema está, justamente, las más de las veces, en que no establecemos códigos de ningún tipo, porque estamos sordos a la comunicación. Estamos, una gran parte de las veces, preocupados por cosas tan finalistas como la erección, el sostenimiento de la tensión a lo largo de todo el acto sexual, y sobre todo, compenetrados de tal modo con el fin de alcanzar el orgasmo o que el otro lo alcance, que somos incapaces de oír.
¿Para cuántos hombres no genera una frustración que la mujer no llegue al orgasmo de vez en cuando —o viceversa: ¿Para cuántas mujeres no genera una frustración que el hombre no llegue al orgasmo?¿Cuántos podemos aguantar no penetrar ni ser penetrados en un encuentro sexual sin que eso se convierta en un tema de conversación de barra de bar al día siguiente? A menudo asociamos el término “coger” con “penetrar”, como si eso fuera el fin último de toda relación sexual. Penetrar.
Es verdad que los homosexuales dieron un paso adelante radicalizando y politizando el tema de la penetración con prácticas que al fin resultan de índole política. Tal es el caso del fist fucking: un órgano no reproductor —la mano— penetra a otro órgano no reproductor —el ano. Deslocalizar la función sexual de la penetración. La práctica no tiene necesariamente que agradarnos, pero su mensaje es claro.
Aun así, nada explica por qué hay atractivos, cuerpos que funcionan juntos, y otros que no. Y nos cuesta de un modo atroz aceptar que, así como hay discursos que no funcionan juntos, hay cuerpos que no funcionan juntos. Pero una relación sexual que no funciona provoca una desmotivación mucho mayor que una conversación que no funciona. ¿Por qué? Vuelvo a Umbral: hemos amonedado el sexo.
El sexo como fin último, como valor de cambio, como un raconto de posiciones, destrezas y prácticas que forman más parte del deber ser que de una construcción de códigos comunes, compartidos y conversados. No funciona el sexo, como no funcionan muchas veces las relaciones, porque la verdad última, la que no queremos revelar, es que tenemos miedo. Miedo, sobre todo, de mostrarnos, y en ese mostrarnos que descubran nuestros puntos débiles, nuestra vulnerabilidad que tendemos a depositar en lugares inalcanzables. Está lejos de nosotros el espíritu, y no rozamos casi nunca el espíritu de los demás.
El sexo es un misterio. Aceptar el misterio supone, también, ponerle palabras a los actos, aunque nunca puedan sernos del todo revelados.
No nos debemos nada. Todo está ahí para ser usado. Es gratis, es libre. Habría que poder usarlo, entonces. Habría que saber de una vez por todas que no vivimos eternamente. Que al fin y al cabo, por muy cursi que pueda parecer a alguno, coger es en verdad hacer el amor. Y que guardarse no tiene sentido. ®