Orlando Aragón Andrade
¿Qué significan las desapariciones y los asesinatos de los normalistas de Ayotzinapa? ¿Se trata de un evento aislado e inexplicable como varios medios de información intentan difundir? ¿Es responsabilidad únicamente de las autoridades municipales de Iguala y del gobernador de Guerrero? ¿Estamos ante un nuevo crimen de Estado, como ya se ha sugerido? ¿Cómo entender, pues, lo sucedido a los normalistas de Ayotzinapa en un momento en donde la retórica de los derechos humanos, la democracia y la tolerancia es promovida y difundida con la mayor cantidad de recursos en toda la historia de México?
Desde mi punto de vista lo ocurrido en Iguala es una nueva muestra de la situación que desde hace varios años viene agudizándose en el país y que como siempre ocurre golpea con mayor fuerza a los sectores sociales menos favorecidos de México. La desaparición y el asesinato de decenas de normalistas el 26 y 27 de septiembre en Iguala ha dejado de manifiesto nuevamente la descomposición del Estado mexicano (entiéndase distintos órdenes y niveles de gobierno de todos los partidos políticos) que manifiesta su vocación criminal contra aquellos sectores que resisten el credo neoliberal en sus múltiples vertientes.
Desde hace varios años hemos sido testigos de eventos, uno tras otro, en donde el Estado mexicano interviene de manera cómplice (activa o pasivamente) con el crimen organizado para despojar, golpear o eliminar aquellos colectivos que representan un obstáculo para sus intereses. Esto lo sabemos bien en Michoacán, en donde lo último que le importa a sus autoridades son los derechos humanos de los michoacanos y propio el Estado de derecho que violan cotidianamente al permitir, y hasta promover, el funcionamiento de un poder arbitrario e ilegal como el que ejerce el comisionado Castillo.
Pero no sólo lo sabemos por la arbitrariedad en la actuación de las autoridades gubernamentales, sino lo conocemos bien por la desafortunada similitud con Guerrero respecto al clima de odio y de estigmatización que desde años distintos gobiernos, “periodistas” y autoridades universitarias han sembrado en contra de los moradores de las casas de estudiante en la UMSNH y de los normalistas de Tiripetio y de Cherán. Para muchos de nosotros todavía está fresco el trágico suceso en donde una estudiante de Facultad de Biología de la UMSNH fue atropellada al apoyar una manifestación de los normalistas en Morelia y la vergonzosa reacción de simpatía y justificación de la agresión de varias autoridades, de algunos medios de comunicación y de amplios sectores de la sociedad civil. Tampoco está distante la golpiza que las fuerzas policiacas propinaron a los residentes de la casa del estudiante “Nicolaíta” y que generó reacciones similares en la sociedad civil a las de la agresión a los normalistas.
Qué tan lejos estamos, entonces, de que se presente en nuestra entidad una situación parecida a la Ayotzinapa. La verdad es que es difícil pensar que un Estado como el nuestro, donde todo lo malo parece que puede ocurrir, un crimen como este no pueda pasar.
Hace varias décadas para una situación diferente, Hannah Arendt formuló la idea de la “banalidad del mal” para intentar explicar los crímenes cometidos por el régimen nazi en Alemania. A través de esta idea intentó explicar que los horrores nazis no fueron cometidos por monstros despiadados (que operan generalmente como chivos expiatorios de la historia, a pesar de las innegables responsabilidades individuales de algunos personajes), sino por personas comunes y corrientes que actuaron siguiendo los dictados del régimen nazi en actos que aislados no constituían crimen alguno, pero que puestos en secuencia y en conexión rebelaban la maquinaria criminal del nazismo. ¿No es justamente esto aplicable a todos esos “periodistas” y autoridades universitarias que sistemáticamente estigmatizan e incentivan el odio contra los moradores de las casa del estudiantes del UMSNH y de las normales? ¿No es en alguna medida la simpatía de amplios sectores de la sociedad civil por la acción violenta institucional o privada en contra de estos estudiantes la que alienta, en alguna medida, las acciones arbitrarias del Estado? Difundir, promover y aplaudir la violencia en contra de un sector social no lo asesina, es cierto, pero colabora indiscutiblemente con la lógica criminal y los sujetos que directamente lo hacen.
Los normalistas de Ayotzinapa conocen muy bien la justicia que las distintas autoridades gubernamentales y hasta representantes de los partidos políticos les han prometido públicamente en las últimas horas, ésta es la misma que se impone para los oprimidos y se resume en una palabra: impunidad. Hace apenas tres años en otro evento de protesta social fueron asesinados por la policía de Guerrero varios normalista de Ayotzinapa y al día de hoy no hay un sólo responsable preso por esos eventos.
No es en absoluto, pues, una casualidad la brutalidad de la actuación estatal en contra de los normalistas de Ayotzinapa; en las aulas de la normal se formaron personajes nada más y nada menos que como Lucio Cabañas y Genaro Vázquez. Al contrario, el acoso y la represión a los normalistas de Ayotzinapa es un brutal recordatorio del Estado que nunca dejamos de tener a pesar de todo el travestismo electoral y de los múltiples intentos de relegitimación democrática; un Estado que con nuevos aliados, esta vez con el crimen organizado, reprime, tortura, desaparece y asesina a estudiantes y profesores por generaciones sin castigo alguno.
Los normalistas, sin embargo, no sólo conocen de esta (in)justicia, saben también de resistencia y de lucha. Su historia así lo demuestra. Por eso todos tenemos el deber de apoyarlos en su lucha por la educación pública, por mejores condiciones de educación para las normales rurales y en su demanda de justicia para sus compañeros. Apoyarlos es al mismo tiempo ayudarnos. En este caso la solidaridad exige no una actitud caritativa, sino una decididamente política.