“Le bon Dieu est dans le détail”. El buen Dios está en los detalles.
Hace cuatro años, un detalle monopolizó a los ojos de la afición mexicana las razones de la derrota ante la Holanda de Robben: el dudoso penal que en última instancia definió el partido. No sólo invisibilizando otros detalles tanto o más significativos durante el trámite de aquel encuentro, como un claro penal no marcado a la misma figura en el primer tiempo, una tarjeta roja perdonada a Moreno, o el abrumador dominio al que los naranjas (actualmente de capa caída) sometieron al Tri luego de un arranque por demás promisorio (caramba, qué coincidencia). Sino invisibilizando también una lectura en más amplia perspectiva, de acuerdo con la cual, sin espacio para polémicas, Holanda sigue formando parte de una élite de selecciones nacionales a la que México no pertenece: frente a la cual México se halla todavía bastante lejos de poder reclamar pertenencia.
Hoy, la lectura macro estaba clara de antemano, y a final de cuentas el desarrollo del trámite no ha hecho más que confirmarla: Brasil es infinitamente superior a México, Brasil está en Rusia para buscar su sexto título como campeón del mundo, y México estaba en Rusia apenas para tratar de alcanzar los cuartos de final por primera ocasión fuera de casa.
Pero la confirmación de semejante diagnóstico en amplia escala puede (acaso debe) rastrearse detalle a detalle en aquellas pequeñas cosas que fueron tejiendo, minuto tras minuto, el dos por cero con el cual la Selección Mexicana ha quedado fuera de la Copa del Mundo en octavos de final por séptima ocasión consecutiva.
Un minuto antes de la inspirada oleada ofensiva con que los amazónicos se fueron arriba en el marcador, Jesús Gallardo acometió una jugada que testimonia la justificada autoestima, el sobresaliente crecimiento cualitativo que el Mundial representó para él a título personal (como para Edson Álvarez, pese a sus pifias). Partiendo de su propio campo, avanzó a toda carrera con el balón en los pies, hasta instalarse a unos cuantos metros del área brasileña; el Chucky Lozano se le había abierto con ventaja por la izquierda, pero él eligió tirar a puerta; lo cual no hubiera parecido tan mala idea si su remate al menos hubiera llevado dirección de portería. ¿Pequeño detalle? ¿Buen intento y ahí para la otra? ¿O más bien los eternos diez centavos que a México le faltan siempre a la hora buena para llegar al peso? Dicen que gol errado, gol recibido: a la jugada siguiente, ni Neymar ni Willian fallaron su oportunidad.
El control territorial mexicano durante los primeros 25 minutos no arrojó como resultado ninguna memorable acción de peligro para Alisson; y, por más gratificante y sorpresivo que en sí mismo haya parecido, bastaron dos arremetidas brasileñas para disolverlo por completo, convirtiendo a partir de ahí a Ochoa en la figura mexicana del partido.
Lozano pareció tomar equivocada una y otra vez la última decisión. Vela pareció tomar equivocada una y otra vez la penúltima decisión. Guardado y Herrera terminaron desbordados por la impotencia; Layún entró desde el principio (para el arranque de la segunda mitad) desbordado por la impotencia. Hernández de plano desapareció apenas el juego dio en ponerse cuesta arriba.
Y, sin embargo, la moneda seguía ahí, en el aire. Porque a pesar de su manifiesta superioridad dentro del campo, de los ya innumerables arribos que había ido acumulando, de la casi nula respuesta que México aventuraba en su área, Brasil a diez minutos del final ganaba sólo por un gol de diferencia.
Según mi apreciación, ahí es donde se evidenciaron con mayor claridad aquellas pequeñas cosas, aquellos detalles tan mínimos pero al cabo tan esenciales, donde se finca el abismo entre una realidad consumada y una eterna promesa.
Tite había entendido a plenitud un partido de noventa minutos, antes incluso de comenzar a jugarlo; así lo mostró su decisión de no incluir a Marcelo en el cuadro titular, pensando que el formidable lateral del Real Madrid podría estar a lo sumo para rendir la mitad de ese tiempo, en un juego con potencial opción de irse al alargue. Osorio, como consecuencia de su decisión de no traer al torneo ningún medio de contención natural, debió echar mano de quien en su plantilla cumple con mayor solvencia esas funciones, por más que su veteranía le pusiera un obligado tiempo límite al recurso; actualmente, Rafa Márquez en un buen día está para rendir adecuadamente un tercio del tiempo regular de juego: justo el tercio de juego donde hoy México, aun cuando sin llegada, pudo verse mejor que Brasil.
La obligada, previsible salida de Márquez durante el entretiempo, obligó no sólo a quemar por anticipado un cambio, sino a improvisar por enésima vez a nivel posicional; luego, con el gol brasileño, Osorio pareció entrar en franco pánico. A los 60 minutos ya había quemado todas sus posibilidades de modificación, sin que de ello derivara mejora alguna en el rendimiento. El creciente, desmedido enojo frente a las decisiones arbitrales (mismas que en el recuento bajo ningún concepto cabría tachar de tendenciosas), inició en el banquillo y se contagió a partir de ahí a los jugadores; jugadores de pronto más interesados en pelearse con Neymar que en lanzarse a la búsqueda del solitario gol que les hubiera hecho falta.
Brasil era mejor. Brasil siempre fue mejor. Brasil probablemente siempre será mejor. Pero estaba a solamente un gol, y los únicos que daban la impresión de no percatarse de ello eran Osorio y sus hombres. Con excepción de Ochoa, al que sin embargo hubiera sido inhumano pedirle resolver algo más de lo que ya de suyo estaba resolviendo.
La tribuna verde no amainaba el apoyo, y quedaba aún la posibilidad de un chispazo aislado, de un accidente. Así debía entenderlo Tite, quien se aguantó hasta el minuto 80 para realizar el primer cambio, pese al abrumador dominio que desde hacía ya rato los suyos habían establecido.
Pero al final el buen Dios está siempre en los detalles. Porque sí: el lapidario dominio, y la historia acumulada, y las cinco Copas Mundiales en la vitrina, y Neymar; y Ronaldinho, y Ronaldo, y Roberto Carlos, y Romario, y Zico, y Pelé, y Garrincha; y hasta, si quieren ustedes, todas las garotas imaginables e inimaginables paseando entre nuestra agradecida imaginación y la playa de Ipanema. Pero no puedes regalar un balón en media cancha como el que regaló Ayala al minuto 88, para obsequiarle a Brasil el contragolpe del segundo gol consumado por Firmino.
México se marcha pues sin ese quinto partido que constituyó todo el tiempo su única sensata meta, más allá de todos esos desplantes publicitarios, por fortuna a partir de mañana fuera del aire.
Brasil sigue, convertido ya sin ambages en el máximo favorito para ser campeón. Haciendo de cada nuevo paso un paso al frente, un peldaño ascendido. Hoy, lo más destacado para la canarinha creo que tiene que ver con la incorporación protagónica de dos titulares que habían estado hasta ahora apagados y como en segunda línea: Fagner y, sobre todo, Wilian (la indiscutible estrella del partido).
¿Qué acotar a modo de epitafio?
Tal vez aquella letra de Serrat: uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta. Era el 2018 en la Arena de Samara, pero bien podía ser perfectamente el 2014 en el Castelao de Fortaleza, el 2010 en el Soccer City de Johannesburgo, el 2006 en la Red Bull Arena de Leipzig, el 2002 en el Mundialista de Jeonju, 1998 en el Stade de la Mosson en Montpellier, o 1994 en el Giants Stadium de Nueva York.
Cero y van siete. Como los enanitos de Blanca Nieves. Y contando.