Un animador que levanta la mano con intención de reivindicarse protagonista, admite someterse a una serie de iniciáticas pruebas, de las cuales corre el riesgo de no salir bien librado; las cuales a menudo gustan recompensarle la osadía no más que con ridículo, y despacharlo a las primeras de cambio en calidad de puro fugaz espejismo, pura llamarada de petate.
Nos referimos, justo, al relieve que en este momento hermana en la insegura ilusión y la justificada zozobra a mexicanos y colombianos. Pero no sólo a ellos (como hoy ha quedado de manifiesto).
Croacia llegó a Rusia rodeada de halagüeños augurios, en razón tanto de la privilegiada calidad técnica de varias de sus figuras, como de las insinuaciones que su dispositivo táctico habían permitido presentir desde la eliminatoria. Tiene ya varios años que se hizo acreedora al piropo, a un tiempo tan elogioso y tan comprometedor, de “el Brasil europeo”. Pero la verdad es que, a pesar de que desde los días de su generación dorada (con la cual llegó hasta la semifinal mundialista hace veinte años) ha contado con individualidades prodigiosas, dignas de concederle el beneficio de la duda a semejante calificativo, su juego de conjunto rara vez se prestó a la comparación.
Esta es la primera vez desde que yo recuerdo (y mi recuerdo se remonta hasta los años de la siempre prometedora y siempre decepcionante Yugoslavia), en que los talentosos creativos croatas son contemplados como el soporte fundamental de su modo de jugar, y no como la excepción de emergencia en un equipo exactamente igual a los otros. Y eso provocó que se le asumiera de entrada, casi por unanimidad, como un potencial y casi seguro animador; pero resultaban más bien escasos quienes se atrevían a postularlo bien a las claras como protagonista.
El juego contra Argentina cambió la perspectiva de modo radical. No obstante el desastroso culebrón de cafetera desarmándose en que la albiceleste venía envuelta desde el inicio de la Copa, y la temprana confirmación de los más funestos augurios tras su empate inicial con Islandia, ante los croatas saltó a la cancha en condición de favorita en razón de su historia, de sus nombres propios en la plantilla y, sobre todo, de su número 10. Pero los croatas dieron un golpe de autoridad: superándola en toda la línea y en todas las líneas, ofrecieron un inapelable partido de equipo adulto y con altas miras.
Garantizada con seis puntos su calificación, el triunfo ante Islandia, utilizando una abrumadora mayoría de suplentes, casi que no importa. La confirmación de lo visto ante los argentinos, quedó diferida para el día de hoy. Hoy, ante Dinamarca, tocaba a Croacia demostrar que aquello no había sido una transitoria noche de inspiración, un espejismo con la obsolescencia anticipadamente programada, una deslumbrante y brevísima llamarada de petate.
El problema es que (como México ante Suecia) hoy Croacia, por su propio rendimiento, su propia mano alzada, su propio “esta boca es mía”, quedaba relevada de la condición de víctima y saltaba al terreno de juego en calidad de favorita. Y eso le pesó, no supo cómo manejarlo, le trabó tanto la maquinaria colectiva como los más elementales circuitos del rendimiento y la confianza individuales.
La distancia que más temprano tuvo que desandar España para ponerse al alcance de Rusia, fue grandísima. La distancia entre croatas y daneses no es tan amplia, Croacia tenía que retroceder menos; así que, inhabilitado el talento individual de sus estrellas y el rendimiento grupal que de él se deriva (debido al pánico escénico y a la estrambótica vorágine de los cuatro primeros minutos) quedaron frente a frente sobre el campo dos equipos prácticamente idénticos, sin sobresalientes señas reconocibles ni en uno ni en otro.
Juego pues digno de primera fase de la Eurocopa, y que estuviera disputándose entre equipos avocados a irse pronto. No habíamos llegado todavía al minuto cinco y el marcador ya estaba 1-1, resultado de dos jugadas tan atropelladas por el ímpetu como poco memorables en sí mismas, más allá de su inmediato reflejo en el marcador. Tal zafarrancho nada más traspuesta la puerta de entrada, predispuso a ambos cuadros a una cautela extrema, que no se interrumpió sino cuando se avistaba ya sólo a unos cuantos metros la puerta de salida. Literal.
No es que entre el minuto 5 y el minuto 115 no haya sucedido nada. Croatas y daneses tuvieron sus oportunidades aisladas. Sufrieron ese intensísimo desgaste que provoca esforzarse por contener y conjurar durante más de noventa minutos todo desborde de intensidad. Aburrieron como parecería imperdonable aburrir en unos cuartos de final. Durante seis cuartos de hora parecieron un solo equipo ante el espejo, sin diferencia sustancial como no fuera por la configuración nórdica o eslava en el nombre de sus respectivos integrantes. De hecho, las mejores jugadas de pared en corto sobre las áreas (dos a lo sumo), fueron obra de Dinamarca y no de Croacia.
Uno se preguntaba si los croatas iban a ser capaces de forzar el trance a lo máximo, sin recuperar aunque fuera un poquito la memoria. Tampoco es que le tocara retomar una memoria histórica de varias décadas, sino apenas siquiera una chispita de la memoria individual de dos juegos atrás. Cuando parecía que la amnesia era ya irremediable, que la ansiada épica de ballenas y tiburones iba a quedarse en parodia trágica de “Buscando a Dory”, Luca Modric recordó de súbito y con absoluta lucidez quién es, habilitando a través de un magistral pase a profundidad a Rebic, y forzando a la falta dentro del área.
Y entonces, sólo entonces, vino la etapa emotiva del partido, digna de este nivel y de estas instancias. Tal vez Modric fue inhabilitado otra vez por su propio olvido, pero tal vez sucumbió a otro tipo de memoria, igual de poderosa cuando le toca concurrir a determinadas citas: la memoria familiar, la herencia filial. Desde un palco, el mítico “Gran Danés” Peter Schmeichel (considerado el mejor portero del mundo durante una larga temporada hacia finales del pasado siglo) contempló primero cómo su hijo Kasper atajaba ese penalti en las postrimerías del segundo tiempo extra, y luego lo miró detener dos más durante la tanda definitiva de cinco.
El cierre desde los once pasos resultó igual de estrambótico que el arranque de dos goles en menos de cinco minutos. Daba no tanto la impresión de que los guardametas se estaban luciendo, sino de que los cobradores no querían ganar. Hasta que Modric y Rakitic, los que tenían que hacerlo, recuperaron en definitiva y con peso de definición la conciencia de quiénes eran. Modric, pese al penal previamente fallado, tomó la pelota con autoridad y carácter para marcar el segundo de Croacia. Y Rakitic, indiferente por igual al malabarístico drama con que se había desarrollado la tanda (tanto si anotabas o no) y al apellido del gigante rubio que tenía enfrente, apeló a su depurada capacidad técnica para definir sin contratiempos.
Superado pues para los croatas el trance de cargar sobre sus espaldas el peso de verse considerados favoritos. Pero el precio ha sido alto. Se llama convicción, se llama autoestima. El rival en turno es el anfitrión, no tiene nada qué perder, y acaba de cargarse a lo que —contra todo pronóstico— resultó una de las más grandes llamaradas de petate del torneo.
Pero si Croacia aprende a no perder la memoria y a hacerse responsable de su rostro, el camino hacia la final semejaría ir quedando para ella algo más que despejado.