David Pavón-Cuéllar
Evo Morales no quiere que haya víctimas de violencia en Bolivia y por eso ha renunciado. Sebastián Piñera no está dispuesto a renunciar aunque haya ya varias decenas de muertes, desapariciones, mutilaciones, torturas y violaciones sexuales en Chile.
Cientos de miles de personas desarmadas que protestan desde hace varias semanas en las calles no han sido suficientes para derrocar al gobierno chileno, mientras que unos cuantos centenares de hombres armados acabaron con el régimen boliviano en unas pocas horas. Consiguieron hacerlo, por cierto, al golpear, insultar y humillar a mujeres, niñas y ancianas indígenas.
Un mensaje de racismo, clasismo y sexismo fue más efectivo que las consignas de libertad, justicia e igualdad. Los carabineros de Chile tienen derecho a disparar sobre multitudes pacíficas mientras que los más altos líderes de Bolivia deben ceder ante pequeñas cuadrillas de criminales agresivos y amenazantes.
Unos cuantos golpistas han acabado con el gobierno latinoamericano que más ha hecho crecer económicamente a su país, que más ha dado a su pueblo, que más ha beneficiado a los más pobres. Por el contrario, un régimen de los privilegiados y para los privilegiados, que sólo ha servido para enriquecer aún más a los más ricos, ni siquiera se estremece ante la presión de todo un pueblo insurrecto.
Es como si el presidente chileno tuviera una buena estrella. Es como si el boliviano estuviera condenado a perder por una extraña fatalidad. No se trata, en realidad, sino de la fatal persistencia del colonialismo, el capitalismo y el imperialismo en América Latina. Es demasiada injusticia como para no hacer perder irremediablemente a quien tendría que ganar.
¿Cómo no recordar ahora cuando Piñera le dijo a Evo, en octubre de 2018, que “en la vida hay que saber perder” tras la decisión de La Haya de no darle un acceso marítimo a Bolivia? Evo acusó entonces a la oligarquía chilena de haber intervenido para que los bolivianos se quedaran sin mar.
Bolivia se quedó sin mar y Piñera ganó una vez más. Es verdad que el presidente chileno siempre ha tenido suerte. Es blanco, viene de una familia de aristócratas, estudió en Harvard y posee una de las diez mayores fortunas de su país. Además, como por casualidad, cuenta con el apoyo de los oligarcas y del gobierno de Estados Unidos. Evo, en cambio, es odiado en Washington y despreciado por las más altas esferas del poder y la fortuna. Después de todo, no era más que el presidente de los de abajo. Él mismo era de los de abajo, un simple campesino aymara que nació en una familia pobre, que debió pastorear llamas en su infancia, que apenas estudió unos pocos años y que ahora tan sólo dispone del apoyo de millones de indígenas y ciudadanos humildes que aparentemente nada valen para las cuentas del poder.
No contamos. No se nos escucha. Sólo hay oídos para la voz del capital.
Hay que hacernos escuchar. Debemos hacer valer nuestra voz. No podemos permitir que se nos continúe ignorando, menospreciando, humillando y violentando.