Francisco Martínez Gracián, párroco de Nahuatzen, a quien este Congreso tuvo a bien distinguir con la honrosa “Condecoración Melchor Ocampo”, no deja pasar un solo día de su vida sin pensar en las necesidades y derechos de los pueblos indígenas, y en especial del pueblo purépecha y sus comunidades.
Nacido en Sahuayo en 1949, el “Padre Pancho”, como se le conoce en la Meseta, ha realizado su labor en decenas de comunidades por más de cuatro décadas, con un sueño a cuestas, reconocido por nuestra propia Carta Magna desde hace 18 años: el de la libre determinación y autonomía los pueblos indígenas; esto es, el de la posibilidad de reconstituir –si lo desean- política, social y culturalmente a los pueblos originarios de México.
Pero no aboga por una autonomía excluyente, fragmentaria, separatista, egoísta y vengativa, sino por otra que, con las tierras y territorios, los recursos renovables y no renovables, con el fortalecimiento cultural y filosófico de las naciones indígenas, termine por fortalecer al México real y diverso de siempre, al plural y esperanzado país que somos.
Sabe que ese horizonte medianamente trazado en las normas del país, no deja de ser una feliz utopía, pero cree profundamente en que un pueblo sin utopía no es pueblo. Y cree, además, que los grandes logros no caen del cielo, ni caen por la suerte de un solo día, sino por la constancia de cada instante, en cada uno de los 365 días del año, durante muchos años que muy pronto se vuelven siglos… ya de resistencia, ya de reconfiguración.
Él sabe de luchas y de cárcel por las ideas, vive a diario su compromiso con los más necesitados, con los excluidos de una historia de más de 500 años de injusticias, de opresiones, de pérdida de culturas y lenguas. En su utopía lucha por preservar el medio ambiente, con reforestaciones y acciones masivas de limpieza; por el agua y la construcción de infraestructura para extraerla, almacenarla y trasladarla, bien sea para consumo humano o para fines agrícolas; es por la rehabilitación de manantiales y riachuelos, de los que sabe sus nombres, como los de muchos cerros y llanos, de los que también conoce sus animales y sus plantas, y por supuesto sus leyendas y la simbología que representan para los hijos e hijas del “Parikutín”, el “Cerro del Águila” o “El Pilón”.
MIRANDO ESPEJOS
Ante miles y miles, al párroco Francisco Martínez le ha tocado despedir a otros grandes hombres y mujeres del pueblo purépecha, como a Ireneo Rojas, Ismael Bautista, Juan Victoriano o Juan Chávez. Ante ellos ha celebrado la vida dedicada con dignidad a engrandecer el legado ancestral de su pueblo. Ha celebrado la ciencia y la cultura del originario de Cherán; la poesía enamorada y la música de los nativos de Comachuen y San Lorenzo; la lucha política, radical, por el reconocimiento y cumplimiento de los derechos indígenas, del nacido en Nurío. Ante ellos, el Padre Pancho habló como ante un espejo que proyectaba sin querer sus propias virtudes al servicio de la humanidad. Porque si alguien ha hecho política desde y para los pueblos indígenas, es él, mientras la política siga siendo la muy elemental búsqueda del bien común. Si alguien ha hecho poesía, rescatando el amor por la naturaleza y las costumbres, y disfrutando a los grandes poetas de todos los tiempos, es él; y si bien no se sabe que ejecute algún instrumento, lo mismo goza de Tchaikovski que de Los Nietos del Lago, de Vivaldi que de la Antigua Orquesta de Quinceo.
El párroco de Nahutzen que hoy reconocemos, más allá de su apasionada vida purépecha, de sus denuncias contra la omnívora cultura de Occidente o del neoliberalismo excluyente de mayorías, cree en la política como diálogo, como acuerdo, como preocupación por los demás.
Y si de política con sustantivo indígena hablamos hoy, es pertinente recordar que esta legislatura debe reparar ya, la ausencia de una Ley Estatal de Derechos Indígenas y de otra que instale al Instituto Estatal de Lenguas Indígenas, con las que nuestro Congreso y nuestras fuerzas políticas tienen un retraso de cuando menos tres lustros. Este sería un buen año para resarcir este olvido, respondiendo así a la designación que la ONU hiciera para 2019, como el “Año Internacional de las Lenguas Indígenas del Mundo”.
EDUCACIÓN INTERCULTURAL
El párroco que hizo asiento en Patamban, Corupo y Nahuatzen, ha trabajado para el futuro, buscando ampliar la cobertura educativa y la instalación de centros de capacitación para el trabajo, sin dejar de aportar un solo día, en el fortalecimiento de la lengua y cultura purépecha.
Es larga la lista de instituciones y acciones educativas para las que ha puesto su granito de arena. Escuelas secundarias, centros culturales, planteles de educación media superior, universidades, patronatos, asociaciones, diplomados, cursos, talleres… que constituyen un gran aporte de su trascendental presencia de 40 años de vida en la Meseta.
Y si una orientación tiene la educación por la que trabaja, es la de la interculturalidad, es decir, aquella que construye una sociedad en la que se respete la diversidad de lenguas y culturas, bajo relaciones cada vez más igualitarias y de reciprocidad; interculturalidad que debe instalarse en todas las modalidades y niveles educativos del país, urbanos y rurales, con el claro aporte de lo local y regional a lo nacional y global, para el fortalecimiento de las múltiples identidades que cohabitan en México.
Un enfoque que no debe ser exclusivo de zonas indígenas, porque termina siendo una nueva exclusión. Martínez Gracián sabe que formar en la interculturalidad es un acto de elemental justicia, para que socialmente se reconozcan los aportes de las culturas y los pueblos en los que se localiza la mayor diversidad biológica y cultural del planeta, y que constituyen un reservorio de conocimientos y esperanzas para un mundo más justo y humano.
HOMBRE DE LETRAS Y SONIDOS
Desde su estudio saturado de libros y papeles de apuntes, de discos, fotografías y teclados, nuestro galardonado ha producido más de una decena de libros, en los que ha refrendado su pasión por la cultura del pueblo purépecha, destacando entre ellos los tres tomos de “Noches P’urhépecha”, editados por Conaculta y Congreso de la Unión en 2016; mientras que está por ver la luz, la “Relación de Michoacán”, Primer edición Bilingüe P’urhé/Castellano, Nueva transcripción paleográfica.
Cuenta con una larga producción de artículos y ensayos en partes de libros, revistas especializadas y medios informativos; es también editor y coeditor de libros como el “Diccionario de la Lengua Michhuaque”, de Tata Felipe Chávez Cervantes, primer diccionario monolingüe de la lengua p’urhé; y de obras musicales como la “Orquesta Antigua de Quinceo” (Kúskakua japingua juata k’uínhusï anapu); y Tata Juan Victoriano Cira, Obra Musical, Kuskua ka pirekuecha, Vol I, entre muchas otras.
Francisco Martínez Gracian no deja de pensar, de sentir, escribir y hablar, atado a unas raíces bien suyas, tan purépechas como las del que más.
EL ACUERDO DE CRUZ GORDA
Y si una línea de asuntos lo pinta pleno en su generosidad, es aquella de la búsqueda de conciliación de conflictos agrarios, forestales y políticos, entre otros. Ha logrado sentar en la misma mesa, bajo el compromiso de escuchar los interés y objetivos de cada parte, a no pocas parejas de rijosos. Algunas veces se han alcanzado y firmado acuerdos de paz, ante la increíble lentitud de los tribunales agrarios que no terminan por resolver de raíz. Otras veces solo logra apaciguamientos tenues pero suficientes para alcanzar respiro.
Y si un caso sobresale, por la dimensión de violencia y su estela de muertos, viudas y huérfanos, es el conflicto agrario protagonizado por las comunidades indígenas de Cocucho y Urapicho. Se abrieron y crecieron las heridas, la desconfianza, el odio. Y nuestro homenajeado empezó a picar piedra, a visitar a una y otra comunidad, a sus autoridades, a los liderazgos claves, hasta que logró sentarlos y convencerlos de que es mejor un mal acuerdo que un sonoro pleito. Poco a poco se fue tejiendo el Acuerdo de Paz que se firmó en el plano de Cruz Gorda, el mismo donde se derramaba la sangre. Fue una mañana nublada. Los comuneros de uno y otro núcleo agrario bajaron al plan, encabezados por sus santos patronos llevados a hombros; seguidos por autoridades comunitarias y dolientes directos. En el centro de aquella explanada se instaló una carpa y un templete. No hubo sonrisas; más bien, sequedad y atisbos de odio, pero firmaron el pacto a través del que se comprometieron a una convivencia armónica entre los pueblos, y a poner a disposición de las autoridades a quien alterara la paz, dando tiempo a que los tribunales actuaran, convencidos de que ninguna familia se enlutaría más por la tierra. El Ejecutivo Estatal de entonces y otros invitados especiales, atestiguaron el impresionante hecho.
Y si ha dedicado sus esfuerzos a la conciliación, es porque no cree en el pensamiento único; en la razón de un solo lado. Sabe de pluralidad y tolerancia. Sabe del valor del diálogo y del enriquecedor disenso. Por eso hay que escuchar a los otros, sus intereses y cuestionamientos; y por eso hay que estar dispuestos a corregir, si es necesario, lejos de la soberbia y la autosuficiencia. Cree incluso que en mucho se ayuda a los otros, especialmente a quienes ejercen el poder, “disintiendo, discrepando, resistiendo”.
Celebremos pues a este michoacano ejemplar; incansable en el rescate del tejido social, con la dignidad y fuerza de las comunidades. Celebremos al escritor, activista, filósofo, conciliador, geólogo, gestor, políglota, ambientalista, político… al hombre apasionado de la cultura purépecha; al que sabe con creces, que el resaltar las diferencias culturales subraya la igualdad entre los seres humanos, necesitados de esa ética universal que alimente la fraternidad, y soporte de un mundo más justo y humano.
Enhorabuena Párroco Francisco Martínez; enhorabuena, “Padre Pancho”.