Hasta los más feroces críticos del colombiano Juan Carlos Osorio como director técnico de la Selección Mexicana de Futbol deben reconocerse obligados a concederle el beneficio de la duda de que su equipo podrá igualar lo hecho por los representativos nacionales en la Copa del Mundo desde 1994. A fin de cuentas, el Tricolor lleva cosa de dos décadas dejando un tumulto de dudas en la víspera, y despidiéndose con la cíclica, reiterada, claustrofóbica sensación de que volvió a jugar como nunca para terminar perdiendo como siempre. Y en ese sentido Osorio y sus pupilos no han conseguido hacer nada que los inhabilite en definitiva como la misma crónica de la misma muerte anunciada.
En contraparte, ni los más entusiastas defensores de Juan Carlos Osorio, ya escasos de suyo, se atreven a aseverar con categórica seguridad que esta selección accederá al karmático y ultramitificado quinto partido. Después de todo, más allá de las repuestas diseñadas por los asesores de coaching, mismas que los seleccionados nacionales gustan reiterar en casi todas las entrevistas que conceden (“vamos para ser campeones”), poco se ha mostrado desde la cancha durante los últimos tres años que sustente con verosimilitud semejante discurso. Los pronósticos optimistas han terminado por asentarse íntegros en la boba retórica empresarial (“no hay más límite que el que tú mismo te pones”), en el patrioterismo ramplón (“México, creo en ti”) y en la franca superstición milagrera (“en una de ésas, quién sabe por qué y quién sabe cómo, sorprenden a todos jugando como no han dado traza de jugar hasta hoy”).
Situado entre estos dos cautos extremos, el debate en torno al tema tiende a enrarecerse, tornándose confuso de manera tan equívoca como innecesaria y alevosa. Los propios jugadores convocados pasan a aprovechar los corolarios que se desprenden de la ecuación, para justificarse, envalentonarse y, por encima de todo, curarse en salud: si durante media docena de ciclos mundialistas ningún cuerpo técnico, ninguna plantilla de jugadores, ninguna promisoria generación, ningún talento individual (por sobresaliente que fuera) consiguió proyectar al representativo mexicano más allá de la infranqueable frontera de los octavos de final, ¿entonces por qué exigirle a estos futbolistas y a este seleccionador lo que nadie antes consiguió fuera de casa?
Con el amparo de ese indignado desplante, los artífices y beneficiarios federativos del proyecto en curso, así como sus oficiosos voceros televisivos, proceden al contraste numerológico: el arrollador paso por la eliminatoria de Concacaf, la larga racha de partidos sin perder que llegó a acumularse, la cantidad de jugadores militando en ligas europeas; pero lo que en sus reuniones privadas ponderarán sin duda será sobre todo el dinero ingresado en las arcas por conceptos de franquicia, patrocinio, exclusividad y mercadeo, así como el espectacular engordamiento estadístico (en currículum futbolístico e ingresos financieros) garantizado por los juegos amistosos en Estados Unidos, sin importar que desde el punto de vista deportivo carezcan de cualquier positiva relevancia.
En medio de semejante desfile de cifras alegres, las humillantes eliminaciones en Copa América y Copa Confederaciones, respectivamente ante Chile y Alemania (conste que omito el papelón de quedar fuera de la final de la Copa Oro) se reducen al estatus de anómalas y minimizables excepciones, injustamente magnificadas por la perversa intención de los malos mexicanos de siempre.
El detalle que este razonamiento —nada inocente por lo demás— obvia, es que, en términos estrictamente futbolísticos a nivel de Selección Nacional mayor, este proyecto federativo y este entrenador no fueron contratados para igualar lo antes hecho, sino para superarlo. Juan Carlos Osorio no tiene derecho a reclamar que su gestión entera se juzgue en función del 7-0 frente a los chilenos y el 4-1 frente a los alemanes, toda vez que esos eran los parámetros evaluativos de antemano previstos, y él los conocía y asumía por el solo hecho de aceptar el cargo. Juan Carlos Osorio no fue traído para una hipotética derrota heroica y honrosa ante Brasil dentro de tres semanas. Juan Carlos Osorio fue traído para dar el salto de calidad en el momento decisivo ante una selección del primer mundo futbolístico; y los dos ensayos preliminares que en ese sentido han afrontado hasta ahora él, su cuerpo técnico, su plantilla de jugadores y los hombres de pantalón largo que lo abanderan, no sólo se tradujeron en derrotas, sino en estrepitosas catástrofes. Si Osorio no estaba dispuesto a ser evaluado en esos términos, debió rechazar el puesto y abrirle paso, pongamos por ejemplo, a Guillermo Vázquez, Roberto Hernández, el “Profe” Cruz o Ignacio Ambriz.
Y esto último no lo digo con ninguna intención cómica o peyorativa. Todo lo contrario. Para cualquiera de estos cuatro competentes técnicos mexicanos (como para un Hernán Cristante, un Saturnino Cardozo o un Pedro Caixinha, profundos conocedores del medio local) representaría un reto enorme, una oportunidad de crecimiento profesional maravillosa, un significativo paso adelante en sus carreras, sostener a la Selección Mexicana en el mismo sitio decoroso, en el mismo agridulce cuarto partido mundialista hasta donde supieron conducirla y sostenerla Miguel Mejía Barón, Manuel Lapuente, Javier Aguirre, Ricardo Lavolpe y Miguel Herrera. Por supuesto, dada su experiencia y palmarés, existiría la posibilidad de que el desafío los sobrepasara y no consiguieran llegar más allá de la ronda de grupos; pero creo que en ese caso hablaríamos de un riesgo contemplado, de un costo doloroso pero hasta cierto punto aceptable.
Ricardo Ferreti, Víctor Manuel Vucetich, Antonio Mohamed, Matías Almeyda o el propio Miguel Herrera de regreso, en razón de sus trayectorias y de sus logros, entenderían perfectamente que no dar el salto de calidad para el cual fue contratado Osorio, y limitarse a igualar lo conseguido con anterioridad, equivaldría a un fracaso. ¿Por qué Juan Carlos Osorio afecta entristecerse cuando se le recuerda esa obviedad?
Quisiera dejar claro por último que mi resentimiento de aficionado de a pie, tan respetable y tan irrelevante como el de cualquier otro, no se dirige sin embargo contra el entrenador colombiano. Me parece un tipo culto, coherente, civilizado y trabajador, que ha logrado ser persuasivo para la consolidación de un equipo solidario, al menos fuera de la cancha. Igual que muchos, considero que algunas de sus ideas son válidas y con enorme potencial de éxito a nivel de clubes (donde el trabajo cotidiano de mediano y largo plazo con una plantilla de jugadores obliga a las rotaciones, y autoriza con mayor holgura la multiplicación de experimentos posicionales), pero no resultan igual de efectivas dentro del marco de trabajo de una selección nacional.
Con mínima coherencia, con mínimo sentido de equilibrio, un fracaso de Osorio y su equipo equivaldría a la inmediata salida en pleno de quienes lo trajeron. Esos mismos que hoy celebran como un histórico triunfo la grotesca y limosnera incorporación de México en calidad de patiño y de relleno de Estados Unidos en la organización del Mundial de 2026. Esos mismos que han eliminado el descenso de la primera división, en protección de intereses y procederes más que mafiosos.
Esos mismos que, valiéndose de raquíticos argumentos de compromiso, privilegian la presencia mexicana en torneos de cuarta de la Concacaf, y cierran sin escrúpulos todo roce directo con el mucho más competitivo futbol sudamericano.
Pero no hay coherencia por aguardar. Ya Televisa ha dado línea a algunos de sus comentaristas deportivos, para que se muestren críticos y hasta hostiles en sus comentarios contra Juan Carlos Osorio; otra manera de curarse en salud, tras haber fungido como principalísimos apólogos de su gestión. En principio, aseverar que no habrá fracaso; pero, si no existe más remedio, deslindarse, vociferando a voz en cuello que el fracaso fue de otros.
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