A veces uno quisiera que la religiosidad dejara de estar vinculada con ídolos e idolatrías, con imágenes y escenografías mundanas que poco o nada refieren al sentido y al conocimiento cósmico y a la voluntad de hacer el bien, siempre a favor de la comunidad. Pero no: las religiones están conformadas por prácticas paganas que se aprenden para tener el control sobre las pasiones, los deseos y las necesidades humanas. Por eso las religiones son artilugios inherentes al poder y a la manipulación de los derechos civiles.
Este poder se magnifica cuando se trata de la educación de la conciencia a favor del sometimiento y la resignación, y de esto saben mucho los cristianos, los partidos confesionales y los liberales que comulgan de vez en vez en su propio recinto sagrado con los feligreses que pertenecen a esa misma congregación.
Así es como nos hemos educado para ver con admiración a cada ungido por el poder partidista, al inicio de cada proceso electoral, ese mismo ritual hace que nos olvidemos de todas y cada una de las humillaciones que padecemos desde hace años, décadas, en el instante mágico de dar el nombre del Elegido del Señor. Los asuntos públicos y el quehacer político se han vuelto parte de la voluntad y el poder del representante del Estado.
En este tipo de educación sentimental no hay espacio para la creatividad y la misma libertad queda acotada por los prejuicios morales y una ideología publicitaria contraria al diálogo y la diversidad cultural. La democracia misma se sustenta entre marcas partidistas aunque el producto final sea el mismo: la corrupción, el interés público subordinado al interés entre particulares y una idea de nación y de ciudadanía que se realiza desde el escritorio de los funcionarios, a espalda de las necesidades populares, con la finalidad de garantizar la impunidad ante el desvío de los recursos nacionales en aras de un proyecto de gobierno basado en la violenta gobernabilidad policiaca y militar.
Así es como las políticas públicas se han convertido en espacios electorales religiosamente destinados a la administración de conflictos sociales, sin otro fin que la preservación de la disciplina finaciera macroeconómica, en defensa del capitalismo internacional, y, en lo interno, al mantenimiento de medidas tolerables del dolor (narcofinanciado, feminicida, antilibertad de expresión, etc.) y la pobreza, en grado de sobrevivencia alimentaria, educativa y laboral.
De esta manera, el proyecto educativo nacional viene siendo el parteaguas para darle soporte normativo, “cultural”, a esta situación. El enfoque por competencias laborales no ayuda para ser mejores ciudadanos porque ha nacido, al menos en nuestro país, de un caldo de cultivo en donde los principales ingredientes son la rapiña del poder corporativo, la corrupción gubernamental, la disolución popular asociada con el narcopoder, la inseguridad y las infracondiciones laborales, además de una cierta moralidad disfuncional y un sistema político que se niega a evolucionar para pensar/planear/idealizar futuros mejores.
Hoy, cuando tenemos que soportar el dominio de la religión electoral, y cuando todo hace ver que escucharemos constantemente el dilema: ¿Neoliberalismo salvaje o populismo? Debemos considerar que la primera opción es de una sola vía, en tanto que el populismo tiene muchas facetas, pero en ninguna de ellas el malestar social se quita, como el catarro, con medicamentos –ya sean domésticos o industriales- o con la hipocresía de los perdones públicos para el aplauso teledirigido.
Las metas de los diferentes organismos internacionales, sobre educación hacen énfasis en la supuesta relación indisoluble entre desarrollo educativo y logros por niveles, mediante estadísticas comparadas por país, región y continentes.
La interpretación de la educación como servicio, conlleva la idea de que los lazos sociales (familias tradicionales, valores comunitarios, etc.) son un obstáculo para el desarrollo de las potencialidades individuales. La educación pragmática, utilitaria, exhalta la ideología del emprendedor como paradigma triunfalista del bienestar individual por vía del dinero y la acumulación de bienes. Para ser emprendedores no hace falta cultura, historia, humanismo; basta la ambición y el canibalismo laboral para generar riqueza, a costa, siempre a costa, de los más débiles por ignorancia.
Desde esta dinámica, la democracia misma se concibe como una entidad supranacionalista cuya eficiencia está en las condiciones legales y legaloides, contractuales, entre personas físicas y morales, para lograr fines específicos. Así pues, el contrato es el medio y el bienestar es el fin. En esta religión del dinero, obviamente lo social es apenas un entorno de sobrevivencia, la fachada de lo virtualmente ciudadano.