Antonio Aguilera / @gaaelico
La privatización de la violencia
Mónica Serrano, profesora del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México, enfatizó en su extensa investigación que se ha publicado en tres entregas en este medio informativo, que a raíz de las presiones desatadas por la crisis de la deuda externa del país y la persistente debilidad de la economía, desde la década de los ochenta, se creó un sector de la población sin empleo fijo.
Sin embargo, la también profesora del Senior Research Associate del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Oxford, indicó que aunque en los noventa la negociación y firma del Tratado de Libre Comercio de Norte América parecía abrir un resquicio para la recuperación económica, hoy sabemos que entre sus éxitos no figuró un aumento importante en el crecimiento económico o el empleo.
En otras palabras, la participación de la población en las actividades ilícitas no sólo aumentó de manera gradual y sostenida, sino que también se diversificó. En las décadas anteriores, el rasgo más característico de esta participación había sido la presencia de campesinos en los campos de cultivo, estimada a mediados de los setenta en cerca de 50 000 jornaleros y, quince años después, en alrededor de 200-300 mil campesinos.
“Aunque no contamos con cifras o estimaciones para las décadas siguientes, lo que es claro es que la actividad ilícita no se restringió más al cultivo, sino que incorporó nuevas actividades y requirió también del talento de las profesiones y del mundo de los negocios.
Por consiguiente, en la nueva, boyante y diversificada economía ilícita de los noventa —con sus ramificaciones en la industria del robo de autos, del secuestro y otras actividades— nos topamos por igual con la presencia de transportistas, cargadores, conductores, pilotos, que abogados, secretarias, asesores e ingenieros financieros y, no faltaron, por supuesto, los vigilantes y sicarios”, subraya el documento.
Ahora bien, el empoderamiento de los grupos criminales en los lugares de asentamiento, han tenido desde el 2013 y este 2014 la irrupción de grupos sociales y comunitarios para no sólo plantarles cara a su poder de fuego, sino para emprender una acción de gran envergadura para expulsarlos de su territorio.
La aparición de los grupos de autodefensa en Michoacán, que en muchos casos son diametralmente opuestos a las guardias comunitarias –de presencia fundamentalmente indígena- también sorprendió al poder político y al Estado mexicano en su conjunto.
Sin embargo, el Estado ha visto en las autodefensas una excusa inmejorable para mantener su hegemonía sobre el negocio de las drogas, y por ende ha optado por una postura típica del neoliberalismo: dejas hacer y dejar pasar.
En los últimos días, el Estado decidió no sólo darle permisividad y legalidad a los grupos de autodefensa, para que se conviertan en la vanguardia de sus acciones contra aquellos grupos criminales que optaron por salirse del juego planteado por el gobierno.
Pero todo hace indicar que el Estado no moverá ningún dedo para acabar con el negocio de las drogas, al parecer tan sólo está cambiando a los administradores.