Opinión 3.0


Optimista o revolucionario, he ahí la diferencia

AB ORIGINE 

Un líder es un pesimista que siempre está fraguando una revolución, ya en su entorno más próximo, ya en su entorno nacional: un estudiante que pregunta, duda, analiza y cuestiona, incapaz de aceptar una realidad adversa y cruzarse de brazos; un caudillo, un luchador social a quien le va la vida defendiendo su tierra y su cultura, un ciudadano que le llama la atención al chofer por conducir usando el celular o sin colocarse el cinturón de seguridad, que reclama con firmeza su boleto en el autobús de servicio público o denuncia un soborno, un comunicador que informa sin maquillar el dato, sin manipular ni tergiversar la información —a menos que su tarea sea opinar—, es un pesimista, inconforme y marcadamente ‘contreras’, pero que inspira admiración y respeto a una sociedad culturalmente justa, aunque esa sociedad esté integrada por unos cuantos.

Los optimistas, en cambio, viven muy contentos con lo que tienen; no son felices, pero se conforman con la miseria que el sistema les retribuye sin importar si es mucho menos de lo que les corresponde. Se lo merecen, eso sí, porque lamen la bota que los pisotea y su contento resulta de la resignación; es decir, que eligen el sometimiento y la esclavitud moderna como forma de existencia. Los optimistas le dan más crédito al fraile que les promete la dicha eterna en el cielo, que al obrero y al maestro que luchan por salarios justos. Caen limones del cielo (fenómeno racionalmente imposible) y “aprenden a hacer limonada” sin preguntarse por qué en México se importan de Argentina cuando en la Tierra Caliente michoacana se producen los mejores limones del mundo.

Tal como lo plantea la educación, el lenguaje violento es lenguaje florido con el cual se naturalizan el machismo y la discriminación: los políticos se apoyan en “el viejerío”, llaman a las mujeres “lavadoras de dos patas”, ridiculizan las formas campesinas de usar el español (“haiga sido como haiga sido”) y aspiran a que “Morelia deje alguna vez de ser un rancho” (según un lector de esta sección).

¿No es asombroso que quisiéramos dejar de ser lo que somos? Una de dos: o nos enorgullece el sentido patrio y, como mexicanos, nos asumimos un país pluricultural, con identidad propia (urbana, campesina o indígena) tan diversa como grupos culturales sobreviven, o tantos Juandiegos artificiosamente embigotados, charros y Adelitas mexicanizadas ad hoc para una noche mexicana en el ‘mes patrio’ y ‘danzas de viejitos’ en hoteles cincoestrellas son gestos absolutamente hipócritas.

Por más que bien visto, en realidad el turismo destruye vidas locales, altera formas del sustento y las culturas, mal reparte los ingresos que se promueven como desarrollo y desconoce la miseria de las sociedades visitadas.

La invasión a los portales es ilegal pues los portales son la vía pública y, aunque nada le obliga a pasar por ahí, usted no tendría por qué renunciar a su derecho al libre tránsito. El turismo condena las manifestaciones y el bloqueo a calles y carreteras por parte de sociedades inconformes, pero aplaude las prácticas invasivas de los Oxxo, Walt-mart, Sam’s o Costco, que basan su desarrollo en el saqueo, el monopolio, la destrucción de formas locales de producción y comercio; abusan de su personal y lo adiestran para aceptar con optimismo su sitio como simples tornillos de su compleja maquinaria. La argucia de que eso ‘crea empleos’ es perversa; el conformismo que viene aparejado es altamente optimista.

14 agosto, 2017
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