Foto: Getty Images
Aunque digan que el sexo sin penetración no es sexo, se ha puesto de moda una conocida práctica (todos la hicimos de adolescentes y muchos aún la seguimos disfrutando) que contradice esta afirmación y puedo dar fe de ello. Le dicen ‘peeting’ (viene del verbo ‘to pet’, que significa acariciar, mimar, consentir) y consiste en llegar a punta de besos, de masturbarse y de tocarse.
El secreto es no pensar. Dejarse llevar, excitarse con el roce de la ropa y el movimiento del cuerpo. Tocar y dejarse tocar hasta alcanzar el clímax. Se vale jugar con lubricantes, hielo, crema chantilly, plumas o disfraces. La clave es explorar al otro, descubrir sus zonas erógenas y lograr que sienta el mismo placer que con el sexo convencional.
El ‘petting’ no se aprende, se hace. Aunque no sabía que así se llamaba, en mi adolescencia tuve los mejores orgasmos de esta forma. Bueno, la verdad es que me gustaba tanto que me las ingeniaba para alargar el calentamiento lo suficiente y poder venirme. Y luego sí dejaba que me hicieran el amor, pero para ese entonces ya había tenido mi momento.
Suena extraño, pero en ocasiones incluso se me escurrieron las lágrimas y no era precisamente de emoción por los sentimientos que afloran cuando uno se acuesta con alguien que ama, era una manifestación física del placer, la extensión de mi orgasmo por decirlo de alguna manera.
Afortunadamente la mayoría de nosotras tenemos la habilidad de llegar varias veces en un mismo encuentro y, aunque en ocasiones tuve que fingir porque el ‘petting’ me había dejado lista, en otras ese primer orgasmo fue el preámbulo de un rato increíble.
Y sí que lo disfruté con un paisita de la universidad. Como ambos acabábamos de terminar relaciones largas, decidimos que lo nuestro sería sólo sexo. Pasarla rico sin meterle sentimientos para que ninguno se sintiera comprometido.
Nos encontrábamos en su casa durante los huecos o después de clase. Lo hacíamos, nos fumábamos un cigarrillo (esa escena clichesuda de las películas me encantaba) y nos despedíamos tratando de actuar casuales. Todo iba de maravilla hasta aquel paseo en el que me sentí literalmente usada. No llevó plata ni para la gasolina de su camioneta —una bronco a la que tuve que ponerle más $100 mil—, tampoco pagó el hotel y cuando le pedí que me invitara a un bon bom bum se embolató buscando las monedas. La tacañería me dañó el buen sexo, no me dejó disfrutar el ‘petting’ de esa noche, pero me ayudó a sacármelo del corazón, porque aunque el trato era sólo sexo, ya había comenzado a quererlo.
Fuente: El Espectador