David Pavón-Cuéllar
Rodolfo Hernández es un ultraderechista que podría ganar la presidencia de Colombia el próximo 19 de junio. Versión tropical de Trump o de Boris Johnson, ha llegado a la cumbre del poder, al igual que ellos, al rentabilizar el desprestigio de la política. Su alternativa es pura politiquería tras una máscara anti-política.
Hernández no es admirado como político, sino como empresario exitoso, como self-made man que empezó desde abajo. Se glorifica su fortuna de 100 millones de dólares como si fuera la prueba irrefutable de su esfuerzo y su capacidad, pero se omite el origen de una cantidad que no puede amasarse de modo limpio en el capitalismo. Se olvida que Hernández tan sólo pudo enriquecerse así al vender viviendas populares y al financiar él mismo su adquisición, al operar simultáneamente como especulador inmobiliario y como banquero de crédito, al ganar doble con la venta y con los intereses por el financiamento de la venta, duplicando su enriquecimiento a expensas del empobrecimiento de los más pobres. Quizás todo este juego financiero parezca normal para los de arriba, pero no deja de ser por eso una canallada para los de abajo.
En un arrebato de sinceridad, Hernández admitió que “el mejor negocio del mundo es tener gente pobre con capacidad de consumo”. Desde luego que esta capacidad es importante. Sin ella, ¿qué robarían los de arriba a los de abajo?
Hernández ha sabido siempre servirse de los de abajo como de un escalón para subir. En 2015, en tiempos de campaña electoral, se comprometió por escrito a entregar 20 mil viviendas a familias pobres que recibieron una “carta-cheque” numerada y se inscribieron en un sitio electrónico para ingresar al programa y ser beneficiados por él tras la elección. Hernández fue electo, pero admitió al final de su mandato que no entregó ninguna de esas viviendas. Fue demandado por “engaño al elector”.
Es verdad que Hernández no parece engañar. Su estilo es demasiado simple, franco y desenfadado como para parecer engañoso. Digamos que su engaño es como debe ser: como si no fuera el engaño que es.
Hernández aplica eficazmente la estrategia cínica de la actual ultraderecha. Mostrándose descarado y desfachatado con ciertas aserciones escandalosas, no sólo se atrae la simpatía de sectores extremos que están de acuerdo con esas aserciones, sino que se gana la confianza de quienes creerán en todo lo demás que declare. ¿Cómo podría mentir en sus juramentos de honestidad o en sus promesas de campaña cuando no mintió al proferir tantos despropósitos?
Hernández también convence al electorado al simular exactamente lo contrario de lo que disimula. Tanta desvergüenza resulta difícilmente asimilable para la gente común y corriente. ¿Cómo asimilar que el fundador y dirigente de la Liga de Gobernantes Anticorrupción sea el único de los candidatos presidenciales imputado formalmente por actos de corrupción?
Hernández domina el arte de hacerse pasar por su contrario. Su espectáculo anti-corrupto es un ejercicio magistral de transposición de la superficie que posibilita la reproducción de lo que hay en el fondo. Lo que hay en el corazón de Hernández es lo mismo que late en el pecho de Trump, Bolsonaro y sus semejantes: es el sistema capitalista neoliberal, intrínsecamente corrupto, que se oculta en cada una de sus personificaciones ultraderechistas aparentemente anti-sistémicas.
Hernández personifica el sistema, pero encubierto a través de pequeñas revueltas contra detalles irrelevantes del sistema, como el papel de la primera dama o el número de embajadas colombianas en el extranjero. El programa de Hernández consiste en cambiar la forma para no cambiar el contenido. Es uribismo que se disfraza de antiuribismo.
Quizás también tengamos aquí a un hitleriano que se disfraza de inconsciente. ¿Acaso Hernández no se presentó en 2016, durante una entrevista en la radio colombiana, como “seguidor de un gran pensador alemán” que “se llama Adolf Hitler”? Al recordar la entrevista cinco años después, en 2021, Hernández aseguró que pensaba en Einstein y que lo de “Hitler” había sido un lapsus.
Como cualquier otro lapsus, el de Hernández fue revelador. Lo puso en evidencia. Delató algo que también se manifiesta una y otra vez en su actitud ante los demás. Conocemos una grabación en la que Hernández amenaza a un cliente: “siga jodiendo y le pego su tiro”. En otra ocasión fue suspendido por insultar y agredir en público a un concejal que se atrevió a evocar la corrupción de su familia. Hernández también ofende y humilla constantemente a grandes grupos de personas: bomberos estigmatizados como “gordos” y “barrigones”, inmigrantes venezolanas degradadas a la condición de “fábrica de hacer niños pobres”, trabajadoras sexuales insultadas al describir a un rival que estaría “más manoseado que una prostituta”.
Hernández parece tener dificultades con lo femenino. Recientemente confesó que su “ideal sería que las mujeres se dedicaran a la crianza de sus hijos”. Parece muy interesado en el tema de la feminidad, pero niega la existencia de los feminicidios, que serían un ejemplo de cómo “se inventan delitos”.
Los razonamientos, los discursos y los actos de Hernández constituyen un ejemplo elocuente del ideario de la actual extrema derecha. Como los demás ultraderechistas del mundo, el colombiano exhibe su desprecio hacia la inmensa mayoría de la sociedad, en su caso mujeres, trabajadoras sexuales, inmigrantes venezolanas, empleados públicos y clases populares. Tan sólo unos pocos empresarios pudientes de sexo masculino parecen escapar a este desprecio generalizado.
La actitud obscenamente despreciativa de Hernández refleja una representación del mundo en la que no sólo cada uno está por encima o por debajo de los demás en una estratificación vertical, sino que siempre son los más los que están por debajo de los menos en una estructura perfectamente piramidal. Esta estructura tendría que asegurar la derrota de Hernández al privarlo de los votos de la base mayoritaria de la pirámide, pero sabemos que un gran sector de la base prefiere condenarse a seguir cargando toda la pirámide antes que admitir que está cargándola y que forma parte de su base. La falta de conciencia de clase no deja de ser un factor decisivo para el triunfo de las fuerzas derechistas en el mundo.
Si la derecha es efectivamente la opción política por la desigualdad, como lo han reconocido MacIver, Laponce, Bobbio y otros expertos, entonces únicamente los menos, los de arriba, deberían votar por ella, dado que tan sólo ellos resultan globalmente beneficiados por la desigualdad. La izquierda estaría siempre segura de su triunfo, pues contaría con los votos de los más, de los de abajo. Si esto no sucede, es en gran medida porque muchos de los de abajo ignoran dónde están y qué significan para ellos las opciones del espectro político.