David Pavón-Cuéllar
Al igual que los pueblos haitiano y ecuatoriano, el pueblo chileno ha sido selectivo en sus ataques incendiarios. No los ha dirigido contra las personas, sino contra cosas que existen a expensas de las personas. Ha sido para preservarse y liberarse que ha escupido fuego contra las entidades que no dejan de oprimirlo y destruirlo.
Al incendiar el edificio de la compañía eléctrica italiana ENEL, nuestros hermanos y hermanas de Chile han descargado su cólera no sólo contra el último incremento del precio que deben pagar por la electricidad, sino contra el capital, que no deja de enriquecerse a costa de su trabajo, y contra las privatizaciones a favor del capital, con las que les robaron lo que era de todas y todos, tal como sucedió al privatizar la energía eléctrica entre 1987 y 1989. De igual modo, al prender fuego al edificio del periódico El Mercurio en Valparaíso, no han quemado un inmueble como cualquier otro, sino aquel en el que se materializa la posverdad y la mentira mediática, la desinformación y la manipulación ideológica, el desprecio por la democracia, la preparación del golpe contra Salvador Allende y su reciente celebración y justificación. Todo esto no merecía más que reducirse a ceniza. Es lo que debía hacerse y se hizo.
Las llamas han devorado al menos una parte simbólica de todo aquello que sufren los chilenos y las chilenas desde hace mucho tiempo. Hay aquí una larga historia de humillaciones, maltratos y despojos que se revela de pronto en el arrebato de sus víctimas. Debemos entender que son las mismas víctimas de siempre. Son las que siempre han resistido contra la suerte que se les depara. Son las que fueron perseguidas, exiliadas, torturadas, violadas, asesinadas y desaparecidas en el golpe. Son las que después han sido amenazadas, vigiladas, separadas, expoliadas y precarizadas. Se les ha querido eliminar por todos los medios. Más de una vez pareció que estaban muertas, pero nunca murieron. Aquí están vivas, aún vivas, demasiado vivas, como nos lo demuestran al reanimarse y agitarse de nuevo.
La supuesta “violencia” de quienes protestan en Chile no es más que un manoteo inocente y enternecedor contra la verdadera violencia, la de aquello que se impuso con el golpe y la dictadura, la violencia de las cosas, la enorme, brutal e incesante violencia estructural de la que son víctimas las personas cotidianamente. Desde que el capitalismo neoliberal se impuso con el baño de sangre del régimen dictatorial de Pinochet y de su cuadrilla de carniceros, el pueblo chileno ha visto como le han ido arrebatando todas y cada una de sus riquezas y de las esferas de su vida para privatizarlas y lucrar con ellas. La población de Chile se ha convertido en un simple recurso al servicio de la despiadada lógica de producción, realización y consumo del capital.
El capitalismo es todo lo que se ha desarrollado con el famoso desarrollo de Chile. En cuanto al pueblo chileno, ha quedado indefenso y desprotegido, cautivo y aterrado, en su total subordinación a la violenta voluntad arbitraria del capital. Esta voluntad, que sólo quiere generar dividendos, gobierna todos los momentos y aspectos de la existencia en Chile, pues todos esos momentos y aspectos han sido privatizados, apropiados por el capital. Es el capital el que no deja de ganar al vender los derechos a la salud y la educación, al endeudar a los estudiantes y a los enfermos, al hacer jugosos negocios con las Administradoras de Fondos de Pensiones, al provocar el alza del precio del metro para nutrir sus inversiones en transporte, al hacer que toda el agua chilena sea una mercancía más, al pagar salarios miserables en relación con el costo de la vida en Chile, al saquear las riquezas del país, al vaciar a bajo costo los tesoros ocultos de cobre y litio, al explotar el trabajo de los mineros o al evadir impuestos en paraísos fiscales.
Todo lo que el capital hace en Chile, como en cualquier otro país en el que se haya impuesto el neoliberalismo de manera tan amplia y profunda, es atrozmente violento para las personas. Desgarra sus tejidos comunitarios y sus vínculos solidarios, las aísla y las opone unas a otras, las impulsa constantemente a competir y rivalizar entre sí, les arrebata cualquier tranquilidad y seguridad, las sume en la incertidumbre y la desesperanza, las trata como números y mercancías, las compele a venderse y promocionarse, las desprecia y las esclaviza, les roba su libertad en la juventud y su descanso en la vejez, hipoteca sus vidas, las priva de sus derechos y luego las obliga a comprarlos a un alto precio, las hace vivir sólo para trabajar y trabajar sólo en beneficio del capital. Esta violencia del capital y de sus representantes es la misma que se materializaba en los edificios de ENEL o de El Mercurio. Es la misma de los vehículos blindados, las armas, los uniformes y los policías y militares que han disparado contra la población. Es la violencia de un gobierno, como el de Sebastián Piñera en Chile o el de Lenin Moreno en Ecuador, que no sirve de ningún modo para cuidar a las personas, sino para defender los intereses del capital y sólo cuidar a las personas en la medida en que sirven como capital del capital.
Cuando las personas pretenden ser algo más que el capital del capital, cuando intentan liberarse del sistema capitalista y recobrarse a sí mismas, hay que desatar la violencia policial y militar contra ellas. El gobierno tiene que violentarlas para que acepten seguir siendo violentadas por el capitalismo. Toda esta violencia es la única violencia que ahora podemos condenar. La otra, la de quienes protestan en Chile como en Ecuador y en otros países, es totalmente comprensible y excusable. Es el último recurso que se les ha dejado a las personas para debatirse y defenderse contra la violencia del capital con sus dispositivos gubernamentales.