Corazón 3.0


Rusia 3, Egipto 1: ¡Saparosti!

Una de mis películas favoritas durante la infancia fue siempre “Taras Bulba”, libérrima versión hollywoodense de la célebre novela de Nicolai Gogol, protagonizada por Yul Brynner y Toni Curtis.

En la escena culminante, Taras (Brynner) mata de un tiro de pistoleta a su hijo (Curtis) quien ha traicionado al pueblo cosaco para pasarse al bando enemigo, por amor a una princesa polaca: “Yo te di la vida, y yo te la quitaré” le dice, o algo así, y dispara. Otra de las escenas que recuerdo es una orgiástica fiesta cosaca, durante la cual, si la memoria no me traiciona, un hombre del tamaño de un oso levanta sobre su espalda un caballo percherón.

 Pero mi secuencia predilecta era sin duda aquella en la que Taras acepta aliarse por última vez con los traicioneros polacos. Sale de su pueblo en compañía no más que de sus dos hijos varones, y con ellos comienza a cabalgar por la estepa. Kilómetro tras kilómetro, van saliendo a su encuentro grupos cada vez más numerosos, hasta que aquello ya no son gavillas encontrándose, sino auténticos escuadrones de jinetes conjuntándose a todo galope, y reconociéndose por el unísono grito de una sola palabra como contraseña: ¡Saparosti!

La clásica orquestación heroica de los años dorados del cinemascope hacía el resto.  Cuando el ejército cosaco ya reunido rompía en columna el horizonte de un paisaje infinito (que años después vine a enterarme corresponde no a Rusia, sino a la pampa argentina donde la cinta se rodó en 1962) yo ya no sabía si ponerme a saltar, si batir palmas o si soltarme llorando de la emoción. Qué ganas de salir a la vida, a la aventura y la batalla gritando a voz en cuello: ¡Saparosti!

El seleccionado ruso se ha terminado de ganar hoy mi absoluta simpatía. No por su contundente triunfo sobre Egipto, sino por los argumentos que lo llevaron, con toda justicia, a conseguirlo.

¿Exagero? De ningún modo. Opino que técnica y tácticamente la selección anfitriona es casi tan limitada como nos hizo suponer durante el tortuoso prólogo iniciado en la pasada Copa Confederaciones, hace un año. Pero desde el pleno entendimiento de lo mucho que no tiene, y desde el sólido respaldo de lo poco que sí tiene (el talento de Golovin, Fernandes, Chéryshev) Rusia se muestra capaz de sobreponerse a sus carencias con un enorme corazón, con una intensidad emotiva a tope, con un temple sentimental afirmativo, muy distinto del que hace cuatro años enmascaraba el devastador pánico escénico de Brasil, y que en dos partidos ha puesto a la tribuna por completo a sus pies.

Los reportes periodísticos de los primeros días en tierras mundialistas, hablaban de una relativa indiferencia por parte de la afición rusa, y depositaban la expectativa de entusiasmo en la progresiva afluencia de visitantes. Hoy estoy seguro de que la temperatura ambiente debe ser muy distinta en las distintas ciudades sede. El anfitrión se ha convertido por méritos propios  en un protagonista de la competencia; no confundamos: el estatus de aspirante a metas mayores queda por completo fuera de su órbita de capacidades. Pero no me cabe la menor duda de que hasta donde llegue, se tratará de un animador. Y eso le otorga al torneo un innegable valor añadido.

Hoy, Egipto se dejó arrastrar durante los primeros minutos del encuentro por ese manifiesto empuje emotivo, así como por sus propias zozobras (la derrota en el debut, la potencial eliminación antes de la tercera fecha, el incierto estado de salud de Mohamed Salah). Recién entonces, con el natural apaciguamiento de adrenalina de los rusos dado que esta vez no habían conseguido irse arriba, los africanos comenzaron a percatarse de que tenían mejores argumentos que su rival, fueron cercándolo con paciencia, fueron pertrechándolo de a poco en su propio terreno, fueron sumiéndolo en la impotencia. No armaron grandes jugadas de peligro, pero para cuando llegó el descanso vivían su mejor momento, y daba la impresión de que con el arranque de la segunda mitad terminarían de encausar el trámite del juego en su provecho.

Sin embargo, la segunda mitad les puso enfrente una locomotora encabezada por  el rústico, gigantesco, incansable y venerado Dzyuba. Y a los 17  minutos del complemento ya estaba Egipto 3-0 abajo. Si el camino lo abrió un patoso autogol (fruto de la campal y nada futbolera batalla cuerpo a cuerpo que Dzyuba y  su marcador Fathy venían entablando desde el arranque del compromiso), el segundo y el tercero fueron sendos golazos. El penal convertido por Salah le puso cierta dosis de drama al desenlace: apenas la necesaria para aderezar el triunfo con la estética herida en el rostro del antihéroe victorioso.

Hay cierta atmósfera de contingencia, improvisación, derrumbe y emparchamiento sobre la marcha rodeando al cuadro ruso. Desde la sustentada incertidumbre sobre si superaría la primera ronda. Desde las lesiones que fueron dejando en el camino a algunos jugadores importantes de una plantilla ya de suyo limitada. Hubo que echar mano de viejas piezas de repuesto para apuntalar el maltrecho acorazado. Hoy, cuando abandonó la cancha el veterano Zhirkov, de casi treintaicinco años, ya no podía con su alma, mucho menos con sus piernas; pero el veteranazo Serguéi Ignashévich, que en veinte días cumplirá treintainueve, permaneció encabezando la defensa hasta el silbatazo final.

El acorazado no rehúye la batalla. Saca de ella el combustible que le escasea, arremete furioso, corre, pelea, busca el arco rival con una voluntad que de pronto me hace sospechar cierta desconfianza hacia su zona de resguardo, por más que sólo haya recibido un gol en contra (y de penal). La veneración de la tribuna por Dzyuba es entre ridícula y conmovedora, pero sin duda elocuente. Ese gigante  de amplísimas espaldas junto al cual todos los otros jugadores, incluso los más altos y fornidos, parecen liluputienses, y que ante Arabia Saudita ya estaba exhausto a los veinte minutos de haber ingresado, es el héroe a la medida de este equipo, de esta afición hoy inesperadamente feliz e ilusionada, de esta cabalgata cosaca capaz de emocionarnos al puro y rudo alarido de ¡Saparosti!

Una estampa final. Ya con el marcador 3-1, y con los egipcios volcados más a través de la zozobra que de los argumentos en busca de acortar distancia, los rusos orquestaron un contraataque por su banda ofensiva izquierda. El número 11, Zobnin, había iniciado la jugada, y la acompañó durante un trecho, para luego quedarse a la zaga del compañero que conducía el balón, y para el cual hubiera podido funcionar como opción de desahogo. No creo que se rezagara por falta de voluntad, sino porque las piernas ya no le daban: había corrido como condenado todo el juego. No obstante, el entrenador  Stanislav Cherchésov (que algo de Taras Bulba tiene en el temple, el gesto, la calva y el bigote) de plano ingresó por un instante a la cancha para increparlo y exigirle que avanzara, que corriera, que sostuviera el ritmo hasta el final.

Casi podría jurar que le estaba gritando: ¡Saparosti!

Foto: Euronews

20 junio, 2018
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